Finisterre



Costa da Morte 2021


Mi señora,

Las olas que espuman las rocas, inexorables, son la única constante junto a este que te escribe. La espera se hace eterna, nada puede consolarme. Sentado en esta piedra, con la sola compañía del graznido de las gaviotas, espero tu regreso. A pesar del largo tiempo transcurrido sin noticias de ti, revivo una y otra vez junto a los demás avatares de mi prolongada existencia, el momento en que viniste a visitarme por primera vez: tu melena negra incapaz de agitarse con la brisa y la blancura de tu tez que aún se me antoja la culminación de la belleza.
Me pediste que me marchara contigo, una concesión poco habitual en ti, acostumbrada a tomar lo que te viniera en gana, pero cuando te rogué que permanecieras a mi lado en esta tierra indómita lejos de los manejos de los hombres, tu mano helada dudó entre mis dedos y un gélido alivio congeló mi espinazo. Nos amamos junto al fuego, un fatuo intento por mi parte por llenar tu cuerpo del calor que a mí me sobraba. La felicidad que rozaste con el aliento me concedió una prórroga por la que he pagado un precio demasiado alto. Te fuiste, tenías demasiado trabajo y te habías ausentado más de lo permitido. Supliqué, besé tus pies de mármol, todo en vano. Desde la puerta, dibujaste un adiós con los labios, el toque que me habías negado. Saliste para siempre de mi vida, no he vuelto a saber de ti, pese a que desde la puerta dijiste que volverías, que no lo dudase.
Mienten quienes afirman que jamás rompes una promesa. Yo sigo aquí, inmortal, mirando al océano como el único ser humano sobre el planeta a la espera de que, con tu guadaña, siegues el hilo de mi existencia para concederme, por fin, el descanso eterno.


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Correspondencia múltiple


Jacobo se alegró de que cesara el traqueteo del tren. El olor a carbonilla se colaba entre las vendas que le cubrían tanto el rostro y parte del cuerpo. Bajaron la camilla con descuido y, pese al dolor intenso, percibió el bullicio de la estación, un enjambre de soldados que recorría los andenes entre el vapor que exhalaban las ruedas de las locomotoras y a los que recibían madres y novias. Escuchó a los camilleros comentar con jolgorio que había cinco mujeres preguntando por el mismo hombre. Uno de ellos le palpó en busca de la chapa de identificación.

—Oye, ¿tú no te llamas Jacobo Casanueva?

—Llevadme al hospital, bastardos. Y llamadme Virtuoso.
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