La ilustración de la viuda

La ilustración de la viuda



Santi vio a la señora Matilde guardar en las profundidades de su bolso los fascículos aún envueltos en el plástico. Se alejaba despacio del kiosco en dirección a su casa, arrastrando las zapatillas hasta la entrada del portal. Vivía tan cerca que no le hacía falta cambiarse de calzado salvo en los escasos días en que las nubes dejaban caer algo de lluvia sobre Ciluengos.
—Ahí va de nuevo la pobre —le comentó a Ramiro, que ojeaba el Marca con escaso entusiasmo, dada la mala racha del Real Madrid.
El aludido aceptó encantado la invitación a charlar y devolvió el diario a su percha. Solo lo adquiría cuando los merengues ganaban. Se acodó sobre el mostrador encarando a Santi.
—¿Sigue comprando fascículos por entregas? —preguntó.
—Sí, de lo más variopintos —contestó el propietario del kiosco, dándose golpecitos con el dedo en la sien.
—Pobrecilla, desde que falleció Damián, Dios lo tenga en su gloria, se debe sentir muy sola.
—Pero lo lógico es que coleccionase punto de cruz, casitas de muñecas y cosas por el estilo —repuso Santi mientras pasaba un trapo por las revistas de historia.
—¿No es lo que lleva?
Quiá, mecánica, electrónica avanzada y la última locura: construye tu propio robot.
Ramiro agitó la cabeza como si la sola idea de la Matilde con un soldador en la mano le pareciera satánica.
—Con lo buena mujer que es y ahora echá a perder.
Santi contuvo el gesto de santiguarse.
—Anda, vamos a fumar un pitillo, voy a bajar la persiana hasta la tarde.
Días después, los que comentaban la extraña afición al coleccionismo eran Francisco, el de la carnicería o Juan el farmacéutico, pero nadie quedaba indiferente al asunto. Don Saturnino, el párroco, tomó cartas en el mismo, le apenaba que Matilde, además de gastarse los cuartos de la viudedad en papeles inservibles, en lugar de en dádivas, estuviera perdiendo la cabeza más allá de toda esperanza.
—¿Es cierto lo que dicen? —preguntó a Santi una mañana.
—Ajá, padre. Ha dejado de pedir fascículos de colecciones raras. Un día, en vez de venir a recogerlos, me pidió que cancelara la cuenta y preguntó si podía encargar libros a la capital. Cuando le dije que sí, me dio esta lista. —Santi extendió una nota al páter.
—Estos son libros de ciencia. Bioquímica, medicina… No tiene sentido. En fin, el estudio no tiene edad ni jamás hizo daño a nadie. Hijo, te ruego que me informes si se diera alguna novedad.
En los meses siguientes, tras la recepción de los libros solicitados, Matilde recuperó parte de la alegría de antaño. La locura transitoria quedó relegada en el recuerdo de los vecinos hasta el día de San Bernardo. Por la tarde, Don Saturnino recibió la visita de Santi en la sacristía.
—Esta mañana se acercó la Matilde al kiosco, padre. Me bendijo por mi paciencia y señaló al cielo. «Está noche será la gran tormenta», dijo. No parece muy extraño, pero me pidió que le contara…
—Claro, hijo, te lo agradezco.
Nada más quedarse a solas, se recogió los faldones de la sotana y salió de la iglesia por el portillo de acceso al cementerio. Las piezas empezaban a encajar. La tormenta vaticinada, la tumba de Ramiro profanada, la desaparición del cadáver embalsamado y el relativo contento de la viuda.

Don Saturnino se encogió de hombros. Miró al camino de los zarzales e imaginó la escena en la terraza de Matilde: los cables y el pararrayos. Se santiguó y, con una sonrisa, le deseó toda la suerte del mundo.

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