Mascota


No le gustaba que lo sacara del serrín para acariciarlo; lo aceptaba como justo intercambio por el refugio, comida y seguridad.

Era un buen Proveedor y tenía costumbres divertidas que le gustaba imitar, como cuando se rascaba. Eran tan parecidos… imagen y semejanza. De ahí pasó a rascar el fondo de la jaula y si el Proveedor se tumbaba en su sofá, él hacía lo mismo. Otras cosas, otros ruidos y olores le resultaban familiares, pero no lograba verlos desde sus rejas. También le gustaba cuando se sentaba a rascar lo blanco con el cilindro, hermosas líneas que luego le mostraba, aunque no lograba entenderlas. Después, el Proveedor pasaba sus ojos por encima y murmuraba, como si rezara a su propio Proveedor.

Volvió a imitarlo. Carecía de objetos, pero podía usar sus patas para rascar su lecho. Terminado su trabajo, se echó a esperar en la puerta. El Proveedor, como siempre, se acercó a rellenar su cuenco y acariciar su cabeza. De pronto, parpadeó. Cerró los ojos, respiró deprisa y volvió a abrirlos. Abrió mucho la boca y salió corriendo. Nunca más lo vio.

Ahora espera en silencio, la jaula sucia, el comedero vacío. No entiende por qué no le gustó cuando dibujó aquellos signos: GRACIAS.

(Fotografía: kierounerizo.com)
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TE VEO DORMIR


No tengo miedo a que me descubras. Un leve parpadeo y desaparezco antes de que te despiertes. He tratado de alejarme de tu vida, dar un rodeo en mi itinerario de rutina. En vano. Soy incapaz de resistirme a pegar el rostro en el cristal de tu ventana. Necesito mi dosis de tu cuerpo entre las sabanas, desnudo aun en invierno. No puedo vivir sin tu serenidad dormida.


El tejido de mi máscara absorbe las lágrimas. Desearía ser otra persona, entregarme a ciegas, sin secretos. He de irme. Mi mera presencia te pone en peligro.

Solo cinco saltos para llegar a mi ático, la guarida perfecta para guardar en el armario un traje de superhéroe.

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SURGIÓ DEL AGUA


Mamá se opuso desde el principio. «Los monos de agua no son más que un timo de la venta por catálogo», me advirtió. Pero cuando los vio surgir de los polvos disueltos en la vieja pecera de Nemo, ya no estuvo tan segura. Poco a poco, todos fueron muriendo excepto uno, diminuto y feroz, que devoró los cadáveres de sus congéneres y pegaba su carita horrenda al cristal. Reía… juro que reía.

Hoy, a pesar de que ha tapado las ventas de su casita submarina, lo he vuelto a ver. Si pego la oreja al vidrio, escucho ruidos metálicos y chirridos. Mamá tenía razón. Cuando acabe con él, tiraré de la cadena.



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GENERACIÓN SUBWAY


«A través del ventanuco, vio que ya había amanecido. Tres correos pendientes parpadeaban en su teléfono. Los abriría en el ordenador y, de paso, echaría un vistazo a ese fondo de escritorio en el que estaba la mujer de sus sueños: Masako Fukuyama, con la mirada perdida en unos cerezos en el margen de la pantalla, ignorando su presencia.» 

Pedro P. De Andres en Generación Subway Breve



No puedo estar más orgulloso de formar parte de este proyecto. 

A la venta en papel exclusivamente a través del mail playadeakaba@gmail.com.
El precio es 15€, y lo recibirás en casa por MRW.

Si te quedas sin él te arrepentirás. Ha llegado la Generación Subway.

También puedes adquirirlo en formato digital (2,99 €) en: Generación Subway Breve (Vol. I)
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CINTURÓN DE CHATARRA

Este relato ha sido publicado en la antología de relatos que el Taller Terbi de la Tertulia de Ciencia Ficción de Bilbao con motivo de su Vigésimo aniversario. Zorionak!

Cinturón de chatarra

Tengo las bodegas llenas. Esta órbita es una auténtica mina, el soplo era bueno. El espectrograma muestra una cantidad no inferior a los veinte mil escombros de tamaños diferentes, unos tres mil de dimensiones aptas para comercio.
Sí, el trabajo es tedioso. Contemplar a esta distancia un planeta azul en una galaxia de segunda tiene menos interés que las carreras de Velktrán, tan manipuladas por los reglamentos que solo las ven los promotores. Activar brazo, depositar escoria, recoger brazo. Comprobación rutinaria, estado aceptable. Catalogar y almacenar. Una y otra vez…
Dos viajes más y me retiro. Palabra. Mientras me desplazo al último punto de extracción, me dedico a interceptar imágenes de las primitivas comunicaciones de este mundo belicoso, feroz, receloso de sus absurdas territorialidades y culturas disgregadas.
El sopor me invade conforme sigo las evoluciones de esos personajes de vidas tan cómicas. Resultan divertidas al adoptar esas poses tan dramáticas. Tiene que ser por su diferente biología y estructura corporal. No me imagino tener un rostro como ese. De vuelta a la estación no mantendría relaciones ni con un waacka.
Salgo del sopor  con los audioculares sobresaltados. La alarma rebota por las paredes de la nave. Rumbo de colisión. ¿Cómo es posible? Un rápido vistazo al panel me indica que, durante mi sueño, he descendido a su atmósfera y un objeto se aproxima a velocidad endiablada. ¿¡Tripulada!? Se suponía que toda esta chatarra no era más que… El choque es inminente, no pueden verme a pesar de que mi camuflaje es bastante tosco. No hay tiempo para reprogramar, activo los escudos y cruzo dos esfínteres…, espero que me de suerte.
El impacto es brutal y caigo en la inconsciencia.

La nave está dañada y he perdido parte de la carga, pero estoy satisfecho. Los armadores han aceptado el material recuperado como parte del pago de las reparaciones y no me he endeudado demasiado. Con los últimos créditos dedico un trago a los siete nativos fallecidos en esa tosca lanzadera que llamaban misión 51-L Challenger.



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JUNGLA DE ASFALTO


Salgo a la calle sin aliento y busco, ansioso, algo a lo que saltar. Finalmente encuentro una sonrisa que destaca entre rostros cenicientos. Me pongo a la par y siento como tira de mi agorafobia en dirección al trabajo. Consigo llegar hasta la 47. Me lanzo al vacío de esta acera sin nada a lo que aferrarme. Pánico. Los buenos días de una vecina me impulsan dos manzanas hasta la Quinta. El tránsito de la avenida es un río caudaloso de caras largas en crisis bursátil. Recurro una vez más al anuncio de cereales; esa boca perfecta que me lleva en volandas hasta la oficina.

Por la tarde, sin prisas, me dejaré llevar por lianas afables de vuelta a casa.

Foto: Boomsbeat (http://www.boomsbeat.com/articles/1065/20140315/wall-street-new-york-the-heart-of-the-city.htm)
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REVISTA PdÁ LITERARIA

Recojo en esta entrada el nacimiento de una nueva revista en la que tengo el honor de participar y que estará pronto a la venta.






Sobre la revista


La idea de crear PdÁ Literaria surge del sueño de dos editoras literarias, Noemí Trujillo y Anamaría Trillo. Con cariño e ilusión, acogen la obra y los sueños de muchos escritores que, debido a las imposiciones del mercado editorial, no tienen una oportunidad de verse publicados por las grandes editoriales que copan el panorama literario actual.

Playa de Ákaba, la editorial de la que emana la revista, es incapaz, debido a su tamaño y sus medios limitados, de dar salida a todo el talento de tantas y tantas voces que necesitan hacerse oír. Pero desea hacerlo, de ahí que una revista pueda ser una solución. Una revista es un medio ágil y accesible, es una forma de que muchos autores puedan expresarse, puedan ver sus obras en un papel, en un medio que las haga llegar a cientos de lectores. PdÁ es un medio de expresión que recogerá opiniones, reseñas, artículos de actualidad literaria y sobre todo literatura de calidad: poemas, ensayos, relatos...

Nace con el deseo de dar voz a muchos autores de gran calidad, pero aún sin la difusión que se merecen, y, además, con la aspiración de convertirse algún día en una revista de referencia dentro del mundo literario.

http://libros.com/crowdfunding/revista-pda-literaria/

La directora de la revista


Anamaría Trillo (Madrid, 1976) es Licenciada en Periodismo y editora. Comenzó su vida profesional en la radio, la prensa escrita y la comunicación empresarial, pero finalmente ha orientado su carrera hacia el mundo del libro, que le permite aunar dos de sus grandes pasiones: leer y escribir. Trabaja como editora y correctora, e imparte cursos de edición literaria. Es uno de los miembros fundadores del grupo literario Generación Subway, en el que coordina una antología de relato. Ha participado en el libro colectivo Nueva carta sobre el comercio de libros (Playa de Ákaba, 2014). El faro de Umssola y otros cuentos subterráneos (Playa de Ákaba, 2014) es su primera incursión en solitario en el mundo literario. Su pasión por el mundo del libro la ha llevado a cultivar una hermosa afición: hacer libros a mano mediante técnicas de encuadernación tradicional.

Formato de la revista


El formato de la revista es DIN A4, con 60 páginas a todo color.

Listado de autores para el nº1


Miguel Hernández García
Efraim Suárez
David Yeste
Eugenio Asensio
Juan Manuel González Lianes
Ángel Silvelo Gabriel
Juan Olivares
Noemí Trujillo
José Payá Beltrán
Enrique Clarós
Ángel Lara Navarro
Mª Dolores Fernández Guerrero
Herminia Meoro
Pedro P. de Andrés
Elena Marqués
Belén Rodríguez Quintero
Anamaría Trillo
Rosario Curiel
Amanda Gamero
Josep Piella
Úna Fingal
Rafa Melero
Ismael Pérez de Pedro
Jorge Gamero
Milagros Arranz
José Cuenca Molina
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CERTAMEN INTERNACIONAL DE RELATO ASTE NAGUSIA 2104

Aquí tenéis el relato con el que gané el Accésit a Mejor Relato Negro del Certamen Aste Nagusia de Relato Corto 2014. Está recogido en el libro “Historias de Bilbao en Fiestas”.



Justicia Festiva


Este es el relato con el que he ganado el Accésit a Mejor Relato Negro del Certamen Aste Nagusia de Relato Corto 2014. Está recogido en el libro “Historias de Bilbao en Fiestas”.


Son tres camaradas ocasionales, compañeros de trabajo y ahora socios en el crimen. Bajo la marquesina de un flequillo graso, Andoni resopla por los huecos de la nariz antes de sentar cátedra, como cada vez que habla.
—Os digo que podemos hacerlo, que lo vi en una película de esas de Navidad… Cuando esté mamado, se acojona y… ¡zas! Nos da el día libre.
—Ahora que lo mencionas, a mí también me suena —responde Iker. Siempre está de acuerdo con Andoni—. “Los fantasmas asustan al jefe”, o algo así.
Juanchu resopla y apura su zurito a la vez que alza una mano para que el camarero sirva otra vuelta. No necesita decir más. Es perro viejo, el veterano gruñón de la empresa. Hubo un tiempo en el que bastaba una alzada de sus gruesas cejas para que el pinche de turno tuviera que correr al aseo. «Cuando había pinches…», piensa una vez más con agujas en el estómago y se zambulle en la cerveza del vaso. Sabe que solo son sinsentidos de los otros dos, pero tampoco se impone. Es más llevadero tomárselo a broma y seguirles el rollo.
—Mira Iker. Te coges la furgo y la vaciamos. Juanchu, tú solo tienes que vigilar la puerta del «ogro». Estará dándole al de malta, como siempre… —Juanchu se deja llevar, ríe con ellos y hasta hace como que aporta planes alternativos. Apura la bebida, paga y se marcha a casa. Basta ya de tanta tontería.

***

«Cuadrilla de pusilánimes», dice en voz alta, aunque en realidad es un comentario para sí mismo. Le gusta la palabra. Pusilánime. Tiene un algo que imprime carácter a quien la pronuncia, como a Don Nicolás —el de latín—, que la utilizaba tan a menudo. Y Eleder Eskurtze la repetía constantemente, en especial cuando se refiere a sus trabajadores. «Corren a sus casas como conejos. Se pasan el día pensando en irse, no se implican en el proyecto de empresa». Para más inri, ahora le vienen con que quieren librar el viernes de la Semana Grande. Qué desfachatez. ¿Es que no se dan cuenta de lo mal que están las cosas? «Pues van de culo. A trabajar como cabrones o sino… ahí tienen la puerta», otra de sus máximas preferidas, la que lograba que el temor asomara al rostro de sus empleados, manteniéndolos doblegados.

***

Secuestrar a Mariajaia… Esta sí que es buena. Decenas de miles de personas en el recinto festivo y esos dos planeando un rapto a lo James Bond. Juanchu sonríe mientras introduce las llaves en la cerradura de casa. Bego le espera en la sala, viendo la ETB y él saluda sin pretensiones. Este trabajo me está robando la vida. Una rueda sin fin de jornadas de diez horas —o más— de cocina, de librar un día a regañadientes. Cuando llega solo piensa en echarse sobre la cama, cerrar los ojos y perderse en tinieblas.
—Buenas noches, cariño. —Parece que hoy está de mejor humor—. ¿Le habéis pedido ya el día grande al jefe?
Una larga inspiración. Se le encoge el pecho con solo pensarlo. Bego quiere ir a las barracas, pasear por el Arenal. «Como cuando éramos novios», le había dicho, coqueta.
—Está solucionado, mi vida. Y ahora, si no te importa, me voy a dormir, estoy hecho polvo.
Que me aspen si no se le ha iluminado el rostro ante la «noticia». Verás cuando se entere de que hemos ido a hablar con el «Ogro», pero que nos ha echado tal bronca que hemos salido del despacho con el rabo entre las piernas…
Secuestrar a Marijaia. Qué estupidez.

***

Apenas ha descansado en toda la noche y, para colmo, ha tenido que sofocar el llanto cuando, después de terminada la película, ha llegado Bego a la cama y se ha abrazado a su cuerpo. No recuerda la última vez que durmieron así, pegados hasta iniciar ese suave ronquido que había aprendido a tolerar.
Con los ojos irritados, deja caer la bomba en medio de un frenesí de cebollas peladas.
—Muchachos, no podemos secuestrar a Marijaia… —rostros compungidos que le miran. Andoni resopla y deja caer el cucharón que salpica de salsa la encimera—. Pero tengo un plan.
—Yo ya había hablado con los del grupo —interviene Iker sin dejarle continuar. A veces es un fastidio—. Me dejaban el aparato del humo para el escenario…
—Lo necesitaremos —le anima Juanchu, retomando las riendas del discurso—. Forma parte del proyecto. Lo haremos cuando ya haya empezado la Aste Nagusia y el ambientillo haya llenado las cabezas de todos en la ciudad. Después de todo, no sería creíble que apareciera antes de su llegada a la fiesta, ¿no?
Tiene la atención de sus dos compañeros. Están entusiasmados. Lee en sus rostros la esperanza, aunque también extrañeza.
—Si no la secuestramos, ¿cómo vamos a traumatizar al jefe? —Andoni remueve la salsa con brío renovado.
—Tú eres demasiado fino para el plan, Andoni. Necesitamos alguien más corpulento. —Se gira para señalar al joven—. Iker será Marijaia. Solo necesitamos un buen disfraz, una película y… el humo de los efectos especiales.
—La leche, Juanchu. Eres un genio —sentencia Andoni que se acaba de quitar un peso de encima. Planear un secuestro en la tasca es algo en que matar el tiempo entre cañas, pero ahora suena a posibilidad.
Juanchu se frota las manos en el delantal y se quita importancia: «La idea fue de vosotros dos. Solo he buscado una forma menos llamativa». Iker se rasca la cabeza por encima del gorro de cocina. No acaba de verlo claro.
—Pero Juanchu…, el «Ogro» no va creerse que soy Marijaia. Y menos con esta voz de cantante de rock.
—Melones. ¿Habéis oído alguna vez la voz de Marijaia? —pregunta Juanchu con el entrecejo que marca diferencias. Iker se achanta, no es cosa de llevar la contraria al viejo cocinero—. Entre los copazos y que la pobre no tiene cara de voz melodiosa… todo arreglado.
Juanchu no quiere pensar que se lo juega todo a una carta. No puede fallar a su Bego. «Ahí tienes la puerta», diría el jefe si le pide la jornada libre. Carajo, si ni siquiera viene un cliente a comer el Día Grande desde hace dos años. El restaurante está demasiado alejado del ambiente. Es por joder, no puede gozar de una fiesta. No soporta ver a la gente feliz.
Marijaia es la única esperanza.

***

Apura su copa. Adora el tintineo del hielo contra el grueso cristal. Están tramando algo, esa animación no es normal. Tengo que llamar a la asesoría, no me vayan a pillar desprevenido.
Revisa por segunda vez la columna de saldos bancarios y la cuenta de pérdidas y ganancias del restaurante. El contable externo le ha comentado que no debería quejarse, que otros se han visto obligados a cerrar y, sin embargo, Eskurtze todavía capea el temporal. Los últimos recortes en plantilla han mantenido en positivo el apartado de beneficios, si bien ya no son tan cuantiosos como solían. «Me importa un pito la crisis. Estoy en esto por la pasta». Rellena el vaso y una idea le da vueltas. Tal vez pueda reducir salarios ya que no puede despedir a nadie. No si quiere cubrir los mínimos… Una amenaza con la puerta y fijo que aceptan la rebaja de sueldo.
Está a punto de tragarse un hielo del susto. Dos golpes secos en su puerta han disipado todas sus previsiones. Anonadado, busca en el vaso una respuesta al estupor. Baja los pies de la mesa con el vello desplegado sobre la nuca, aunque no se atreve a ponerse en pie. Como si fuera menos vulnerable tras el parapeto que le ofrece el vetusto escritorio familiar. «Si es un robo, evita mirar en dirección al escondite de la caja», piensa a toda velocidad, pero calmado ante la amenaza.
Vuelven a llamar, pero esta vez Eskurtze no se asusta, ni siquiera cuando un tenue vaho azul se filtra con timidez por debajo de la puerta. Como si viviera la experiencia a través de una cámara de video distante, escucha su propia voz que dice «adelante».
La puerta se hace de rogar. Quienquiera que sea no tiene prisa, no hay violencia en el movimiento. Entre el vapor sobrenatural aparece una silueta rígida, los brazos en alto. Eskurtze tiene tiempo de extrañarse. Suele ser el atracado el que los levanta cuando es encañonado… Nada le ha preparado para lo siguiente.
—Soy el espíritu de la Aste Nagusia pasada y… futura.
Esa voz. Qué leches… Un blusón morado partido por un florido pañuelo.
—¿Qué significa esto? —arranca por fin a preguntar, mientras se frota los ojos. Se está empezando a cabrear y siente la presión arterial bombear a toda máquina.

***

Juanchu llega el martes temprano al restaurante. Se acostó tarde. Bego le pidió que se quedara con ella a ver la película y el nuevo estatus entre ambos le animó a aceptar la tregua. Como de costumbre, abre la cocina y enciende luces y aparatos. Está ansioso por conocer el resultado de la «fechoría» nocturna. No confía demasiado en Iker. Es un joven atolondrado, pero tuvo que dejarlo en sus manos. Ahora que lo piensa, ha visto el coche del «ogro» en el aparcamiento y eso no presagia nada bueno; no suele madrugar tanto y es animal —nunca mejor dicho— de costumbres. Con el estómago encogido se aleja de los fogones en dirección al despacho. No se pierde nada con echar un ojo y tantear el terreno.
La puerta del cubil está entreabierta, pero no se oye nada. Ni siquiera un madrugador tintineo on the rocks. Lo que descubre al trasponer el umbral le deja estupefacto, llenándolo de horror y profunda culpabilidad. En su sillón, con la tez abotargada y violácea, está sentado lo que queda de Eleder Eskurtze. Sus restos mortales. No hace falta ser un forense para saberlo, aunque despliega la tapa del móvil con destreza para llamar al 112. Antes de marcar, ve en la pantalla que tiene un mensaje de Andoni. El corazón vuelve a dar un porrazo en el pecho de Juanchu y lo abre apresuradamente.

“Operación demorada
no hay disfraz para Iker
martes prestan blusa rosa
volvemos a intentar
hablamos luego”.

***

Es el Día Grande de Bilbao. Suena el txupinazo que da comienzo a la jornada. La ciudad estará más animada que nunca, pero Juanchu no puede evitar sentir una carga en el pecho al colocar el cartel de «Cerrado por Defunción». Mientras cierra la puerta del establecimiento, ve el reflejo de Marijaia en el cristal. “Qué carajo…”. Se gira pero solo ve a Begoña que espera en la acera, feliz, como cuando eran novios. Su sonrisa disipa todas las sombras.

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FUMATA BLANCA


La cámara secreta mejor guardada del mundo. Custodia objetos que, de darse a conocer, cambiarían la Historia.
Acaba de calzar las sandalias del pescador. Penetra en la estancia con temor reverencial. El séquito queda fuera. Solo él puede utilizar la gran llave de oro. Sobre la mesa central, rodeada de libros cuya existencia se ignora, una caja. Se inclina sobre ella. No hay instrucciones de su antecesor. Él tampoco podrá dejarlas. Pulsa un botón y descuelga el auricular. Se sobresalta al sonido de… estática.
—¿Sí? —la voz tonante llena la cámara.
—¿…Señor?
—Hijo, estos mandatos te doy…

***
Abandona la estancia con paso tembloroso. Mucho que asimilar. Tres pares de ojos dejan de observar entre las sombras y desconectan un aparato.

—Ya es nuestro…

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LA NIEVE


Imagina que te sumerges en el frío de la noche o en el agua de un lago de montaña, allí donde brota puro. La piel grita por el choque con el calor de tu cuerpo. ¿Puedes imaginar un dolor que quema sin sol? Es lluvia blanca que no moja sino esconde. Que transforma las chozas y les roba el color hasta que no puedes mirarla porque duele en tus ojos incluso después de cerrarlos.
Extiendes la mano abierta y una de esas gotas de tejido se posa y te mira, lánguida, hasta desaparecer. Aunque son débiles por separado, unidas pueden ocultar a un hombre tendido y hacerle dormir hasta la muerte. Cuando las nubes oscuras se derraman y el sol abandona el mundo, aturdido, ese manto adquiere la rigidez de la madera y es difícil quebrarlo. Da miedo, ¿verdad? El mundo pierde sus matices, cubierto por un sueño del más puro y blanco lino. ¿Cómo encontrarás la senda, tú que transitas por los caminos de arena de la Tierra Vacía?

A eso, mi buen hermano, lo llaman nieve.
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¿PASADO O FUTURO?

Sentado en el lugar prominente observo a los retoños compartiendo el espacio cubierto delante de la caverna comunal. El mío, tan parecido a mí en todo, domina claramente el juego. Lanza la piedra como nadie. Acaricio mi arma. Está pulida con mimo y me ha ganado el sobrenombre de «bueno-más-bueno» por mi habilidad. Nadie osa enfrentarse a mí ahora, y menos cuando, ante un lance de juego que no me ha gustado, increpo a los demás con mi voz poderosa. Pido a mi vástago que lo golpee duro en la cabeza. Cuando veo los efectos, sonrío satisfecho. Lo estoy preparando para el futuro.
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EL APARTAMENTO

Quiero dedicar este relato a Helena Andrés, porque sé que le gustan las historias de suspense y sustos. Un beso, hermanita.


El apartamento

  
Mi contacto me había dado la dirección de la inmobiliaria, no sin antes insistir en mi discreción. «No llames por teléfono. Siempre salta el contestador, no te atenderán si no es en persona», me había dicho antes de esfumarse entre las sombras del aquel callejón inmundo. Era verdad, lo comprobé personalmente. Podías dejar que sonara el tono de llamada durante horas, nadie cogía el teléfono. Me causaba cierto desasosiego saber que al otro lado del auricular había alguien maldiciendo a todos mis muertos por dar el coñazo de aquella forma. No me quedaba otra sino presentar mis pobres huesos en la oficina de marras y probar suerte. Las calles no eran seguras para mí, pero debía arriesgarme. No viviría demasiado sin una nueva identidad y la documentación necesaria. Y para que pareciera legal precisaba de una residencia estable, un lugar en el que poder recibir correo. La única forma de lograrlo era alquilar un apartamento, trámite de ordinario sencillo si disponías de papeles en regla. Una pescadilla que me mordía la cola de todas formas. Qué ironía. Yo había habitado las mansiones menos selectas, las más corruptas y disolutas, y ahora me veía en la obligación de morar en una vivienda que no llamase la atención, un estudio de un dormitorio y un aseo como mucho. Inmobiliaria Santa Inés. Curiosa razón social. Al carajo, si me sacaba del apuro, podía llamarse como le diera la gana.
No tuve que esperar demasiado. Una joven de aspecto anodino me hizo pasar al despacho del director. Hacía calor dentro, vaya que sí. Solo un pirado colocaría una alfombra de ese espesor en un lugar cerrado y después pondría la calefacción a tope. Con el dedo intentando separar el cuello de la camisa de mi piel pegajosa, atendí la muda invitación a sentarme que me hizo. La secretaria se retiró deprisa, inclinándose hacia mi interlocutor con docilidad sin dejar de retroceder hasta la puerta. Intenté mantener la mirada del director de la empresa. No tardé ni veinte segundos en tener mis ojos clavados en el escritorio. Tuve la sensación de estar mostrando sumisión hacia el tipo, igual que había hecho la chica antes de salir. Demasiado incómodo hasta para alguien desesperado como yo. Necesitaba llenar ese silencio que me robaba el aire y expuse mi problema:
—… es por lo que necesito sus servicios. Un apartamento o un modesto estudio, no necesito más, señor…
—Puedes llamarme Luc, faltaría más. Vamos a hacer negocios juntos. —Juntó las palmas de sus manos en vertical a la altura de la barbilla—. Tengo lo que necesita, aunque tal vez encuentre nuestros honorarios algo exorbitados.
—El dinero no será problema —contesté deprisa antes de que se enfriara el asunto, por imposible que pareciera en aquel horno. Pasta, precisamente, era lo único que tenía de sobra. 
El tal Luc ni siquiera tenía brillo en la frente y permanecía en la cúspide de la dignidad con su impecable traje de tres piezas abrochado. Sus manos afiladas me acercaron un pliego de documentos que, juraría, no estaba sobre la mesa unos instantes antes. El calor me jugaba otra mala pasada.
—¿No lo vas a leer? —preguntó cuando fui directo a firmar sin siquiera haber ojeado los papeles.

***

El edificio Subway era fantástico. Su fachada destacaba como un faro entre las demás que conformaban la manzana. Después de varios trasbordos, había llegado hasta el suburbio convencido de que me escondería durante meses, tal vez años, en una ratonera infecta. La gente tiende a aprovecharse de aquellos que están desesperados y que se agarran a un clavo ardiendo. Como lo había intentado aquel tipo del CNI que parecía creer que por llevar una corbata de saldo podía amenazarme. Con la mafia no se juega, amigo, y yo no soy un chivato. Por mí podían irse todos a tomar por culo.
No esperaba encontrar portero y menos a esas horas. Hasta que se enfriara un poco el asunto, si es que lo hacía, debía moverme entre las sombras. Mientras forcejeaba con la cerradura del portal, nervioso, echaba rápidas miradas hacia atrás. Me sentía vigilado con una certeza que me apretaba las tripas. Si me habían seguido, tanto daba que el negocio con Santa Inés hubiera sido un éxito. Al amanecer sería un fiambre espachurrado en el asfalto o en el fondo de la bahía.
No esperaba encontrar portero y menos a esas horas. Hasta que se enfriara un poco el asunto, si es que lo hacía, debía moverme entre las sombras. Mientras forcejeaba con la cerradura del portal, nervioso, echaba rápidas miradas hacia atrás. Me sentía vigilado con una certeza que me apretaba las tripas. Si me habían seguido, tanto daba que el negocio con Santa Inés hubiera sido un éxito. Al amanecer sería un fiambre espachurrado en el asfalto o en el fondo de la bahía.
***
Me deslicé al interior como si llevase lubricante por el cuerpo. No sabría explicarlo de otro modo. Al entrar en el Subway tuve la nauseabunda sensación de ser digerido por un ser insaciable. La paranoia hacía estragos en mi cordura. Lo mejor sería llegar al apartamento, cerrar la puerta con cuantos cerrojos hubiera y echarme al coleto unos lingotazos de la botella cubierta por una bolsa de papel que llevaba contra la gabardina. Con la mano libre alcancé el llavero en el bolsillo de la misma.
—Hola. ¿Eres el nuevo vecino?
Escuchar unas vocecillas infantiles, al unísono, casi hace que soltara mi preciada carga. Me quedé parado en seco. Dos pipiolos, niño y niña, habían detenido su juego de pelota en mitad del pasillo enmoquetado para mirarme con desparpajo. Niños, lo que me faltaba. Iba a necesitar una ración extra de bourbon como vivieran cerca de mi nueva residencia. Las posibilidades eran altas. No eran demasiados pisos de altura, aunque el edificio era ancho. Por lo general rehúyo cualquier contacto con los críos, pero aquellos se llevaban la palma, tan igualitos en sus camisetas de rayas que parecían salidos de una película de la familia Adams. Esa imagen me hizo sonreír por lo bajini mientras me alejaba en dirección a los ascensores y trataba, por todos los medios, de que se dieran cuenta de que los ignoraba. La pregunta seguía martilleando mis sienes. ¿Por qué sabían que venía un residente nuevo? Mi anonimato era de vital importancia y en la inmobiliaria me habían asegurado discreción total. Los llamaría por la mañana. Diablos, nunca cogían el teléfono y la idea de volver a aquel horno y tratar con el espeluznante director me tiraba para atrás. Al carajo con los niños. Si no llevaban pipa, no debían preocuparme.
***
Cuando entré en el apartamento y encendí el interruptor, las sombras corrieron a escabullirse en todos los rincones. Paseé la mirada por mis nuevos «dominios». Era para estar más que complacido. Tenía ante mí un salón amplio, amueblado con cierto gusto demodé que no esperaba encontrar. Al otro lado me daba la bienvenida un ventanal que se abría en terraza sobre el este de la ciudad con unas vistas espectaculares. La cocina americana contaba con todos los adelantos modernos. A mi derecha, un solo dormitorio con ropero empotrado y una cama de matrimonio. El único cuarto de baño tenía el acceso desde la habitación. Daba igual, no esperaba visitas. La bañera cubría una de sus paredes y contaba también con un bidé. Completaba el equipamiento una televisión por cable y acceso wifi. Sin embargo, lo que de veras alivió la carga de saber que pasaría una larga temporada recluido en la vivienda, fue la pequeña pero bien provista biblioteca: Steinbeck, Cortazar, Carver. Aunque disponía de un ordenador portátil, siempre había tenido debilidad por leer sobre papel. No hay nada como el tacto de un libro bien sobado.
Me fui a la cama con el ánimo renovado, tras dar buena cuenta de una botella de Cabernet Sauvignon que encontré sobre el mostrador de la cocina con una breve nota: «Disfruta del paraíso, Luc». Hasta brindé por la salud del muy bribón. Puede que fuera la pesadez alcohólica o el estrés de la última semana, mi descanso fue inquieto y salpicado de vivos despertares.  En algún  momento de la noche, medio dormido, incluso creí escuchar pasos en el salón o en la terraza.
***
El sol entraba con fuerza en el salón, así como el estrépito del tráfico en la calle. Aunque no recordaba haberlo hecho, lamenté haber dejado la puerta de la terraza abierta, pues hubiera podido dormir más. No tenía nada importante que hacer, ni siquiera algo poco importante o, si se me apuraba, algo insignificante. Un vacío profundo penetró en mis vías respiratorias. La vieja sensación, una amenaza de ataque de angustia vital. Corrí al salón en busca de mi equipaje, necesitaba el inhalador para conectarme de nuevo a la vida real. Hubiera jurado que estaba cerrada cuando me acosté y que no había dejado el contenido desparramado por el sofá. Por fortuna, el vaporizador apareció enseguida, bajo la funda de las gafas. Genial, un par de chutes y ya podía sentirme de nuevo parte del mundo.
¿Desayuno o comida? Era casi mediodía, podía encargar una pizza y hacer café cargado mientras esperaba. Me daba cierta sensación de eficacia, cuando lo cierto es que tenía la cabeza enterrada en un agujero bien hondo y solo cabía esperar que no hubiera dejado el culo demasiado a la vista.
Hojeé varios ejemplares. Hice una preselección de títulos por los que empezar. Ya tenía el montón dispuesto sobre la mesa cuando llamaron a la puerta. El condenado repartidor se había tomado su tiempo. Abrí con mi mejor cara de no-esperarás-propina que se transformó, de golpe, en la de pasmo absoluto. Lo que tenía delante no era un mozuelo con acné y una gorra, sino una señora de unos cuarenta años vestida con una bata de hace una década. Era de justicia reconocer que estaba de buen ver, aunque no le favoreciera el atuendo ni el cardado tan antiguo. Traía en las manos una caja de plástico con tapa, de esas que hacen el vacío para conservar los alimentos, pero que, aun así, dejaba escapar unos aromas jugosos. Estofado de carne, si mi olfato no me engañaba. Tragué abundante saliva y traté de recomponer mi dignidad a tiempo de ver a los dos malandrines de la pelota en el portal ocultarse tras la puerta del piso más próximo. No todo iban a ser buenas noticias. Estaban más cerca de lo deseable.
—Buenas tardes. Soy Lola, tu vecina de enfrente. He pensado que, tal vez, la mudanza no te haya dejado tiempo para cocinar y a mí siempre me sobra. Aún cocino en cantidad, como si todavía fuéramos cuatro…
El envite era bastante descarado, pero no le diría que no a algo que olía tan bien. Siempre que su prole mocosa se quedara en su propio cubículo.
—Pasa, pasa, Lola. ¿Te parece si te enseño el apartamento? Tengo unos libros que… —Cerré la puerta justo detrás de su estupendo trasero, por si en el último momento alguno de los críos se decidía a avanzar posiciones.
No llegué a abrir el contenedor de la comida. Nada más darle paso al dormitorio, la bata de la viuda sufrió un accidente nada casual y quedó desabrochada. Que si se sentía sola en aquella casa, que si echaba de menos a su marido, que si un tipo atractivo como yo necesitaba hacer vida social…Como si yo necesitara algún tipo de excusa.
Hasta que todo el fregado había estallado en manos de la Familia, mi ocio se había diluido, al igual que mis ahorros, en cocaína y alcohol y unas fulanas de interés variable. Había, en cambio, algo genuino en la falsa ordinariez de Lola. Era una mujer de los pies a la cabeza y la primera que parecía mostrar una atracción por mí que no fuera proporcional al grosor de mi cartera. Fue una tarde fogosa en la que no faltaron momentos de dulzura. No pensaba quedarme en el lugar más tiempo del necesario, pero no había motivo para no hacer más liviana la espera. En algún momento de la tarde debí quedarme dormido, un sueño relajado sin vapores de alcohol ni pastillas. Tampoco necesité el inhalador, algo que no sucedía desde años atrás. Cuando abrí los ojos, el apartamento estaba a oscuras y yo tan solo como había comenzado el día. No parecía mal negocio. Cada uno en su casa y Dios en la de todos, como decía la vieja. Esperaba recibir más visitas de «cortesía» como aquella, aunque sin los inconvenientes de una convivencia. Yo tenía mi espacio y mis libros, mi tiempo para estar a solas conmigo mismo. Puede que, incluso, comenzara a escribir. ¿Por qué no? Nada de niños ruidosos alrededor o una mujer que controlase mis movimientos. Sería fácil desvanecerme llegado el momento, sin dejar más rastro que lágrimas ajenas.
No me paré a pensar que el estofado no estaba en la cocina donde lo había dejado ni que no hubiera acudido nadie a traer la pizza.

***

El sonido del timbre me despertó y salté de la cama con el corazón rompiéndome el pecho. Tropecé con los calzoncillos tirados en el suelo y casi me abrí la cabeza. El primer golpe me sacudió nada más abrir. El segundo cuando todavía estaba girando la cabeza para enfocar a mi agresor. Era Lola, que entraba en casa como un basilisco, alejada de la dulzura del día anterior con aquel rostro desencajado. Logró atizarme dos sopapos más antes de que lograra sujetarla por las muñecas. Aun así, todavía me lanzaba mordiscos y patadas a la espinilla.
—¡Malnacido! Después de lo que hemos pasado juntos ahora quieres abandonarme —gritaba y me empujaba al interior al mismo tiempo. Conseguí cerrar la puerta tras ella, no sin antes atisbar un par de rostros infantiles impasibles al otro lado, como si aquello fuera lo más natural del mundo.
—Lola, aguarda. Nos acabamos de conocer, creo que me has malinterpretado…
—¡Hijo de puta! Ahora me llamarás zorra buscona y me dirás que solo querías un rato agradable que aliviara tu soledad.
No había estado rápido de reflejos y ahora lo estaba pagando. Tenía que reorientar la conversación, si es que se la podía llamar así, si no quería que adoptara dimensiones extravagantes. ¿Acaso había dicho algo en sueños? No había forma humana de que ella conociera mi pasado, las circunstancias que me habían traído hasta ese apartamento o mis verdaderas intenciones de futuro. No podía creer que, después de tantos años de crápula, una viuda de mediana edad fuera capaz de leerme con tanta facilidad.
—Tranquila, cariño. —La palabra mágica solía funcionar—. No sé a qué viene todo esto. Creo que hemos conectado bien, que hay algo importante entre nosotros. No lo estropeemos ahora. Me acabas de despertar, cielo, aún estoy un poco dormido. Te juro que no me voy a ninguna parte. Te doy mi palabra de honor. —La había empeñado tantas veces en falso que tenía menos valor que un billete de trece pavos, pero no se me ocurría otro modo de capear el temporal.
Lola experimentó un cambio brusco de humor. Empecé a pensar si no se trataba de algún tipo de trastorno bipolar. Yo necesitaba poner en orden mis ideas, mi vida, hacer planes; no una relación malsana. De ello había estado huyendo desde que tenía recuerdos. «Todo saldrá bien, preciosa», unas caricias en el pelo, unas palmadas en el dorso de la mano. Mi intención era terminar de calmarla y enviarla de vuelta a su casa. Era mejor poner un poco de distancia y esperar acontecimientos.
Otro plan fallido. Acabamos en un ovillo sobre las sábanas que todavía guardaban el calor de mi cuerpo. No estaba bien. Se me iba de las manos. No estaba acostumbrado a no tener el control de una relación. Mi gozo era ilusorio. Todas mis alarmas estaban histéricas. Los besos, por ansiosos, perdían su sabor. Las caricias se tornaban arañazos, pero no de los placenteros, sino de los que dejan una marca incómoda. Su abrazo me dejaba sin aliento. «Basta. Déjame y vete a casa. Necesitamos serenarnos».
Ella había dejado de escucharme. No podía siquiera articular palabras coherentes. Su boca sensual se llenó de amarillentos colmillos. Sus brazos alrededor de mi torso eran anillos constrictores con los que anulaba mi capacidad de respirar. Ya no tenía unas hermosas uñas esmaltadas de rojo bermejo, sino garras que separaban las fibras de mi espalda en un dolor insoportable. Empecé a aullar. Mis ojos parecían querer escapar de mi rostro. Boqueaba en busca del oxígeno que me era negado. Las sombras comenzaron a envolver las paredes del dormitorio. Ante mí se abrían las puertas del Averno… Un instante antes de que la agonía terminase, vi a Luc, el director de la inmobiliaria, rodear con sus manos los hombros de los abominables niños, que me sonreían con una expresión nada infantil. El tipo se limitaba a asentir con naturalidad, dueño de sí mismo y de la situación

***


Ahora vivo en el apartamento de Lola, con los niños. Gozamos, discutimos, pasamos el tiempo como cualquier familia. Procuro no pensar en términos de eternidad. He llegado a la conclusión de que la muerte no es tan diferente de la vida.

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MICROCUENTOS DE VERANO II


Esta noche toca microcuento y es uno bastante especial, porque mis compañeros del grupo Gigantes de Liliput en la red Netwriters lo votaron como medalla de oro en su, hasta ahora, última edición. Espero que os guste. Feliz verano.


¿Volver a empezar?

Después de contemplar durante eones las consecuencias del Big Bang, la expansión de la materia, la creación de galaxias, mundos, púlsares y quásares, tiempo durante el que civilizaciones primitivas surcaron las estrellas y entes de energía pura decayeron en la más profunda oscuridad, el Gran Albañil se aburrió de esperar a que ocurriera algo nuevo. No podía aguardar a que el Universo implosionase hasta convertirse de nuevo en el Ladrillo Infinitesimal. Lo juntó todo con sus manos de dimensiones inabarcables, hizo una bola y lo recicló por completo. Fundido a negro.
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SANGRE HERÉTICA

Sangre herética



Mi objetivo brillaba para mí como un faro fosforescente en la oscuridad, entre las luces de la gran ciudad. Tres saltos más y estaría en la azotea del rascacielos de enfrente. Tenía una vista precisa de los ventanales tras los cuales se movía, creyéndose a salvo entre las sombras de su apartamento de alto standing. Mi amo me había prevenido: «Guárdate del astuto hechicero. Eres inmune a la magia, pero no lo subestimes ».
Me relamí los colmillos contemplando el resplandor de las velas en la estancia contigua. ¿Un pentáculo? Bah. ¿A qué esperar? Tensé los músculos para el salto definitivo y atravesé el ventanal con estrépito de esquirlas de vidrio. Su encantamiento de protección evitó que resultara herido, pero lo desactivó en cuanto posé mis cuartos traseros sobre su moqueta de lana.
—Te esperaba, demonio —dijo con una superioridad que estaba lejos de sentir.
—Lo sé. —Rugí en la lengua humana. El temblor de sus pupilas delataba su pavor.
—Quiero hacer un pacto contigo, Asmodeo.
—¿Qué puedes ofrecerme a cambio de tu existencia? Llevas tres siglos ocultando tu identidad entre los mortales, pero has enfadado a la gente equivocada.
—Te propongo un cambio de dieta…
—Soy un demonio cazador —interrumpí—. Tu carne me proporcionará placer suficiente.
—¿Y si te digo que tus limitaciones impiden el gozo de placeres que no imaginas? Sé que puedes adoptar forma humana. Hazlo y sígueme.
—No caeré en un truco tan burdo.
—¿Qué tienes que perder? No soy contrincante para ti…
Su zalamería no me engañaba, a la menor señal de trampa lo destrozaría de un zarpazo.
—No intentes nada. Puedo devorarte durante una agonía de horas. No te lo recomiendo.
La advertencia no cayó en saco roto. Hizo un gesto con las manos abiertas pidiendo una tregua. Me picaba la curiosidad y le seguí hasta la estancia en la que él encendió las velas mientras yo lo vigilaba. No se trataba de nigromancia, al fin y al cabo. Era un banquete.
—Debe tratarse de una broma. Te he dicho que soy un carnicero.
—Abre tus sentidos, en especial el del olfato. En esa forma humana eres sensible a los aromas más selectos.
No confiaba en él, mas tenía tiempo de sobra antes de regresar al Portal Infernal. Podía seguir su juego un rato, antes de… Fue como un choque, una lujuria de fragancias que invadieron mis fosas nasales. Venteé con las aletas de la nariz extendidas y me acerqué a la mesa. Él se alejaba con cada movimiento que yo hacía para rodear la mesa, llenando mi visión de colores y formas comestibles en las que jamás hubiera reparado. Había captado mi atención, aunque no lo perdía de vista con el rabillo del ojo. Estaba concentrado en la sinfonía de olores y perfumes prometedores. ¿Y si tenía razón? Cogí un fruto encarnado que rellenaba mi palma como si formara parte de ella. Acaricié la pelusilla de su piel y volví a olerla. Era la quintaesencia de los efluvios. Me atrapaba y me seducía. Temía el momento en que tendría que retornar a la pestilencia del tercer infierno donde residía entre invocaciones. ¿Cómo había podido vivir alejado de perfumes tan sublimes? En medio del éxtasis que me embargaba, percibí el sudor en la frente despejada del hechicero durante la tensa espera.
Me lancé a un frenesí de glotonería. Los sabores, hasta ahora desconocidos, multiplicaban las sensaciones olfativas. Por Lucifer. Empezaba a pensar que lo del Averno era realmente una condena. No había cosas así allá abajo. Mi presa sabía lo que se hacía. Cuando mis sentidos amenazaban con saturarse, se abrió una puerta al fondo. Me puse en guardia de inmediato, dispuesto a pagar con sangre ajena cualquier emboscada. Sin embargo, nuevas sorpresas me aguardaban. Dos mujeres completamente desnudas entraban en la estancia ejecutando con sensualidad los pasos de una melodía que se insinuaba a través de altavoces ocultos. Me quedé en cuclillas sobre la mesa, desde donde podía saltar a la menor señal de traición. Ambas bellezas continuaban su danza sin que mi actitud recelosa las sorprendiera lo más mínimo. Se acercaron por turnos, sin dejar de contonearse al ritmo de esa música que llenaba mis oídos de sensaciones novedosas, desplegando ante mis ojos cada pliegue, cada curva de sus cuerpos flexibles. Tampoco dieron muestras de inquietud cuando, más relajado, me incliné sobre el vientre de la más alta, que en ese momento se estiraba como un felino sobre el tablero de la mesa y abrí mi olfato a un nuevo universo sensorial. Lo que me brotaba del bajo vientre no era ya el furor vengativo o el ansia del cazador nato. Era un calor desconocido, que vigorizaba mi espíritu en cada pulgada de piel. Cada bocanada aceleraba mi respiración conforme mi nariz, ese apéndice diminuto y ridículo capaz de hazañas imposibles para mi hocico diabólico, se deslizaba sin reparos por cada rincón de la joven que pareciera digno de ser explorado. Su compañera de actuación pareció prestarse de buen grado al juego y tuve así la ocasión de poder gozar del solaz de las comparaciones.
—¿Y bien…? —Me interrumpió con osadía el mago. Se estaba confiando.
Con un rugido sincero, detuve el arrebato a regañadientes. Debería haberlo matado por su atrevimiento. Había cumplido lo que ofrecía y, sin embargo… En menos de lo que tarda un pensamiento, tenía mi cara pegada a la suya. Leía el terror en su mirada, incapaz de suplicar por su vida. Había recuperado mi ser demoniaco y le amenacé con una sonrisa llena de colmillos.

Los dedos de una mano, insípidos y sin aroma, eran un justo precio. A mí me lo parecía y, al fin y al cabo, era yo quien tomaba las decisiones. Una mutilación tan insignificante no lo mataría y si me iba a quedar en ese plano de existencia renegando de mis orígenes, sería mejor que contara con alguien que me iniciase en la gastronomía y demás placeres de la vida humana.
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MICROCUENTOS DE VERANO

Literatura


Julián remolonea con la cuchara en los cereales.
—Date prisa, hijo, o llegarás tarde. Me dijo el profesor de Literatura que has mejorado mucho. ¿Te quedarás a estudiar en la biblioteca hoy también?
—Sí, mamá.
—Así me gusta. Que las musas…
—… me encuentren trabajando. Sí, mamá, lo sé. —Su madre siempre repite esa misma frase desde que la ha leído no se sabe dónde.
Julián esconde una sonrisa taimada. Su musa, sí. Ha quedado con ella al salir del Instituto. Llevan saliendo más de un año y ya están terminando el primer libro de relatos eróticos.

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La sombra del roble es alargada…



Le debo mucho más que la vida. Después de que me refugiara en el hueco de su corteza durante aquel incendio que dejó su piel ennegrecida, se convirtió en mi hogar, en mi territorio de aventuras e incluso me proporcionó un lugar donde trabajar en mi telaraña. ¿Cómo no amar a ese viejo roble solitario? ¿Cómo no desear que viva otras cien primaveras y que lo haga en compañía?

Veo cómo esa joven encina, que se siente distinta en el robledal, alarga sus brazos después de cada invierno para buscar su cercanía, su saber y su cobijo. Algún día las sombras de sus ramas se fundirán en una sola.

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