YO RENIEGO...


En el laboratorio clandestino, la doctora Hernández levanta el rostro del visor del potente microscopio. Parpadea para ajustar su visión al mundo al que pertenece, abandonando la ilusión de flotar entre moléculas.
—¿Se da cuenta de lo que esto significa, doctor?
Heisenberg asiente. Nadie lo comprende mejor que él, la única persona que ha ganado dos premios Nobel científicos: Física y Medicina. Y ha llegado a odiarlos de tal manera…
Durante más de una década en la cresta de la ola se sintió como un dios. «Asclepio, Hermes, apartaos. Ha llegado Heisenberg. Solo yo he vencido a la enfermedad y a la muerte. Yo decodifiqué el secreto de la vida. Humanos, yo os he convertido en inmortales».
Qué soberbia. Tan solo doscientos años después, superpoblación, la natalidad demonizada y el ocio convertido en vicio depravado. Se vio obligado a iniciar, en secreto, una nueva línea de investigación que no buscaba, sin embargo, un tercer Nobel… no quedaban tan altas miras sobre la faz de la Tierra.


La doctora Hernández no oculta un sollozo poco científico. Han logrado identificar el agente molecular que, una vez liberado y sin posibilidad de redención, dará la bienvenida a la Muerte en nombre de la Humanidad.

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VUELTA A CASA

Abro con mimo las sábanas y me meto 
despacio. Busco su calor, el hueco de sus curvas conocidas que, inocentes, me dan calma en la tormenta. Deseo abandonarme al sueño mientras pienso que todo está en su sitio, que no hay víctimas, que no ha pasado nada malo. Quiero mirar su cara en el desayuno y comentar las noticias. Me prometo no volver a caer aunque sé que no lo cumpliré. Soy yo quien no está en paz; soy yo el que se acaba de frotar el olor a Chanel 5 en una ducha sigilosa.

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BAILANDO CON TRAPOS


Maricela silba una bachata y trastea inquieta por el cuartucho de limpieza. Ve en las bombillas los ojos de Gabriel, galán de telenovela con el que ha bailado la noche anterior. Sale contoneando las caderas y el paso amarrado a la cintura del carrito. Desaparecen dos mil metros cuadrados de baldosa y dejan paso a la cuadrícula en la que brilla una bola de discoteca. Qué elegancia, qué señorío. Gabriel la convierte en dama de Viena aunque aquello no sea vals, sino merengue tórrido que, sin avergonzarse, prende fuego a las entrañas. Sobre la pista, la pareja a solas. El palo de la fregona es su Gabriel, que difumina rutina sin papeles.

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TODO POR EL PREMIO


Lo primero que hizo al entrar en casa fue lanzar los zapatos a través del recibidor. Los tacones de aguja dieron tumbos por la tarima, anunciando su llegada. El bolso cayó, por casualidad, en el brazo correcto de la percha. La chaqueta, en cambio, llegó hasta el sofá del salón para las visitas. Tuvo que encender  algunas luces. La casa estaba en tinieblas salvo por los parpadeos intermitentes al fondo del pasillo. Desde la habitación de Alejandro (su  cubil, como lo llamaba ella), llegó un grito: «¡Muere maldito capullo!».
Hoy era día de calificaciones escolares. Sabía que no debería estar preocupada. Alejandro era un buen estudiante… si tenía motivación. Nerea trabajaba duro en una jornada agotadora que, seis días a la semana, se prolongaba de sol a sol. Gracias a su abnegación —le encantaba la palabra, le hacía sentirse una madre mejor— podía dar a su hijo todo lo que ella, de niña, no pudo tener. «Si no suspendes más de una, tendrás un premio», le había dicho. Nunca le fallaba. Alejandro se esforzaba cuando estaba debidamente incentivado aunque le hubiera gustado que, para variar, le pidiera un libro, que le llevara al zoo… cualquier cosa. «El Destroyer 5, Nerea, es lo más de lo más», le había contestado el muchacho. «Mamá…». «¿Qué?» «Que me llames mamá, Alejandro». «Pero es que te llamas Nerea…». Cansada, lo dejaba estar. Como siempre. Cuando tenía tres años le llamaba mamá. Ahora era, sencillamente, Nerea.
Se asomó a la habitación, sabedora de que Alejandro no había escuchado el ruido de los zapatos contra el zócalo.
—¿Hijo?
—…
—Ya estoy en casa. —Nerea agitó las manos.
Con un bufido de fastidio, Alejandro pulsó el botón de pausa y la miró con los ojos enrojecidos. «Ha estudiado demasiado, seguro», pensó Nerea. Sin decir nada, el chico tensó la mandíbula para señalar la mesita de estudio. Ese gesto era muy del bastardo de su padre. Si no se hubiera ido…
Cogió el papel y lo desdobló hasta convertir la bola arrugada en una superficie legible. Matemáticas, 5; lenguaje, 5; física, 5; inglés, 6… esa siempre se le había dado bien. No en vano su padre, piloto comercial, le había hablado en ese idioma desde que era un bebé. Además, los videojuegos le ayudaban a practicar.
Alejandro se quitó los auriculares que le permitían lo que él llamaba la «inmersión».
—Solo me ha quedado Educación Física, Nerea. Dame el premio.
Pensó que si tuviera tiempo le llevaría a un gimnasio. Aprendería a defenderse y haría ejercicio. Puede que hubiera engordado un poco. Tal vez  convendría limitar los bollos de chocolate…
—Aquí tienes, hijo. Te lo has ganado. ¿Me darás un beso esta vez?
—No seas moñas, Nerea. —Alejando ya estaba sacando el disco de la consola para introducir en su lugar, el del premio. El «Destroyer 5».

«He hecho bien en comprarlo de camino a casa. El chaval iba a cumplir, eso ya lo sabía. Estoy tan orgullosa…».

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