La luna de tu reflejo



Abrió el sobre, por fin había llegado la carta con la tarjeta que lo acreditaba como Amigo del museo del Prado. Sin embargo, se sorprendió con el contenido: a la carta, que lo recibía como miembro del club y agradecía su interés, se adhería con un pegamento delicado una tarjeta de plástico que brillaba como el sol, mucho más áurea que la de un directivo bancario. La sostuvo entre los dedos, pensativo. Era el mejor regalo que le hubieran hecho jamás. Le proporcionaba acceso ilimitado a todas las salas e incluso disponía de una hora adicional al horario de apertura al público. Sonó la alarma de su teléfono. Tenía tiempo de sobra para su cita con Piluca, pero tampoco podía dormirse en los laureles. Aparcó el misterio hasta que pudiera preguntar en la oficina.
Se duchó y acicaló con mimo. Volvió a la habitación para mirar la nueva tarjeta que había depositado sobre la mesilla. Una vez vestido, se giró para mirarse en el espejo y la impresión lo lanzó hacia atrás hasta dejarlo sentado sobre la cama, sin aliento. Lo que veía no era su propio reflejo en el dormitorio, sino un paisaje lleno de colorido por el que se movían con total libertad las figuras oníricas del tríptico del Bosco; era el puñetero jardín de las delicias y en medio del mismo se encontraba él con los ojos perplejos. Parpadeó varias veces pero la imagen persistía. Una segunda alarma irrumpió en ese momento para recordarle que tenía el tiempo justo para recoger a Piluca. Apretó sus dedos entrelazados como si el dolor auto infligido pudiera sacarlo de aquella pesadilla. A duras penas consiguió levantarse y salir para coger el metro. Ya habría otro momento para meditar sobre lo sucedido, a menos que fuera una alucinación pasajera por la emoción y de la que se reiría después. Se moría de ganas de contarle a Piluca lo de su nueva tarjeta de amigo del Prado, convertida ya en su tesoro más preciado.
La tarde transcurrió tranquila. A diferencia de ocasiones anteriores, Piluca no le presionó para que se fueran a vivir juntos. Valentín era un lobo solitario y las experiencias del pasado le habían vuelto retraído. Lo agradeció con un gesto insólito: ofreció a Piluca tomar el té en su casa. Ella aceptó encantada. Nunca antes había accedido al sanctasanctórum de Valentín y le pareció la ocasión pintada para lograr un mayor acercamiento.
Se sentaron muy juntos en el sofá y Valentín terminó cediendo a los arrumacos y a los besos robados. La tomó de la mano y, sin acordarse de lo acontecido antes de salir de casa, la llevó a su dormitorio. Se desvistieron con prisa, con el ansia del descubrimiento. El abrazo los iba rotando hasta que Valentín quedó enfrentado al espejo. Exhaló un gemido ahogado. Tras la imagen de la espalda desnuda de Piluca se extendía un bosque oscuro y, sobre su fondo negro, un árbol de contornos precisos que conocía a la perfección: el del bien y del mal en el Edén. 
Al notar el sobresalto, ella se dio la vuelta y contempló la imagen de ambos, rodeados de los muebles de la habitación. «¿Te gusta lo que ves?», preguntó al ver la cara de pasmo de Valentín, que acertó a afirmar con la cabeza y fijarse en el reflejo dorado sobre el suelo pedregoso de la pintura que él sí veía. Sin apartar la mirada, alargó la mano hasta que atrapó la tarjeta sobre la mesilla y en la que Piluca, llevada por el ardor de los besos, aún no había reparado. Valentín se la ofreció y, nada más posar los dedos en ella, Piluca se abrió a la visión del Paraíso. No tenía miedo, sabía exactamente lo que tenían que hacer. «Tranquilo, tontorrón. Este es nuestro momento», le susurró al oído y, tirando de él, se adentraron en la imagen fluctuante del espejo que los absorbió hasta formar parte del lienzo. Un Adán y una nueva Eva para un nuevo comienzo. Valentín se desvaneció de la realidad con un último pensamiento: «Ojalá hubiera sido la Merienda a orillas del Manzanares de Goya y Piluca, la vendedora de naranjas perfecta».


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Cinco son multitud



Desde el otro lado de la calle, Alonso miró a través del humo de su cigarrillo la entrada en el local en el que tenía la cita. Con la pensión menguante era todo lo que podía permitirse, pero no esperaba semejante cochambre. Arrojó la colilla al suelo. Había llegado demasiado lejos para volver con el rabo entre las piernas y, además, se lo había prometido hace quince años y veintiún días. Nunca había sido el alma mater de las fiestas, pero sí el elemento de cohesión en una cuadrilla de amigos tan dispar. «Yo os mantendré siempre unidos», les había dicho y él siempre cumplía sus promesas.
La recepcionista comprobó sus datos sin quitar la vista de la pantalla. Le indicó una sala al fondo del pasillo en penumbras y volvió a su mutismo. La mesa que llenaba casi toda la estancia desentonaba de las paredes desconchadas. Era un equipo carísimo y se preguntó cómo un negocio como ese podía permitírsela. Se encogió de hombros e introdujo la tarjeta en la ranura que la mujer le había proporcionado. Tras los sonidos informáticos, y a la hora señalada, cuatro resplandores holográficos cubrieron los huecos donde debía haber sillas.
Sus rostros eran tal y como los recordaba: Jesús con su rictus permanente, Mónica con su media sonrisa que significaba cualquier cosa, Miguel con la barbilla enhiesta como para compensar su baja estatura y Virginia… Virgi siempre tan angelical. Había ensayado su discurso introductorio, pero encarar a sus cuatro amigos del alma le anudó la garganta.
—Tú dirás —dijo Miguel para robarle el protagonismo y, sin embargo, el acicate que necesitaba.
—Es Navidad —repuso como si lo explicase todo.
Mónica soltó uno de sus bufidos y Jesús carraspeó, pero no dijeron nada.
—…y os echo mucho de menos. Estamos muy lejos los unos de los otros y los años pasan. No se me ocurría otro modo de regenerar lo perdido. Por favor, decidme que no sentís lo mismo y me marcharé para no molestaros más.
La señal electrónica era buena y las imágenes, nítidas y estables. Paseó la mirada entre los cuatro hasta detenerla en la de Virginia, del color de la avellana tostada. Ella sostuvo el envite aunque al final sonrió.
—Alonso, siempre tan ingenuo. ¿Crees que puedes presentarte así como si nunca hubiera pasado nada? Hay ciertas cosas que ignoras y el tiempo no te ha hecho más sabio.
—Díselo, Virginia —intervino Jesús—, dile que estamos todos juntos como antes y que es él quien está lejos.
—Yo no diría ingenuo. Eres tonto, sin más. Puede que tuviéramos nuestras diferencias pero hemos aprovechado el tiempo —añadió Mónica.
—Sí, ahora ella y yo estamos juntos. Para siempre. Lo que no pudiste lograr entonces —explicó Jesús en referencia a la afición casamentera de Alonso— ahora es una realidad.
Estaba perplejo. Mónica y Jesús… Pero si eran como el perro y el gato. Abrió la boca para decir algo, aunque se percató de lo que sus palabras implicaban. Fijó los ojos en Miguel, que no había vuelto a hablar, y después a Virgi, que asintió despacio.
—¿Y tu mujer, Miguel? —preguntó, a punto de un balbuceo.
El interpelado lo fulminó con la mirada. Alonso había puesto el dedo en la llaga sin darse cuenta y ahora las cuentas salían a la perfección.
—Me la arrebataste con todo lo demás, Alonsito. A buen seguro, ya me ha olvidado, pero no te preocupes, he salido ganando —dijo y lo remató con un beso lanzado al aire en dirección a Virginia.
—Esta reunión ha sido un catastrófico error. Sé que tu intención era buena, aunque es mejor dejar las cosas como están. No hay vuelta atrás.
Alonso estaba desolado, intentaba que prevaleciera la amistad y no se había dado cuenta de que quien sobraba era él. No es que esperase que Virgi y él… bueno, sabía que era imposible, pero ¿Miguel?
Sujetó la tarjeta de conexión entre los dedos. Quedaba casi media hora de conexión, pero deseaba más que nunca estar en cualquier otro lugar.
—Tranquilo, cielo. Ahora estamos bien —dijo Virgi y miró a los otros que asintieron a regañadientes—. No te reprochamos nada y ya has pagado con creces. Vive en paz lo que te resta de vida.
Quince años y veinte días purgando su error de conducir aquella noche atiborrado, como los demás, de alcohol y coca. Quince años y veinte días después, se despidió de sus amigos sin estar convencido de que le hubieran perdonado.
Al salir, pidió a la recepcionista un formulario, adaptado a la nueva ley, en el que dejaría constancia por escrito de su voluntad de no poder ser convocado desde el Más Allá. Ellos, sus amigos, no habían tenido esa oportunidad, él la había cercenado, pero en su vida volvería a llamar a los muertos.

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