Profesional




Melisa eligió a un tipo de lo más normal; no descartaría ningún cliente a esas horas de un domingo, un día de poco meneo y con la renta del cuchitril a punto de vencer. Por cien pavos le haría lo que fuera; a fin de cuentas no era un sesentón baboso de gustos extravagantes, sino un hombre corriente.
—Hola, guapo —dijo Melisa.
Él giró la cabeza despacio y se demoró en una larga mirada que la escaneó de arriba abajo. Tenía descaro, le gustaba eso; no parecía borracho y hasta se podía adivinar un brillo juguetón en sus ojos pardos. Se acercó un poco más y le ajustó el nudo torcido de la corbata.
—Te equivocas conmigo, preciosa. No soy lo que buscas. Jamás pago por tener sexo.
Trató de hacer como que el comentario no había torpedeado su línea de flotación. Fingió una sonrisa y se encogió de hombros. Quedaban pocos tíos en el bar, si se daba prisa todavía…
—Espera, te invito a una copa. Es lo menos que puedo hacer por tu tiempo perdido.
—Déjalo. No beberé contigo si no me deseas.
—Yo no he dicho tal cosa.
—Sí, ya… Nunca pagas por follar.
Él asintió con una sonrisa adorable. Le estaba diciendo: lección aprendida.
—No es nada personal. Te encuentro interesante y atractiva. En otras circunstancias hubiera sido yo el seductor.
Interesante y atractiva… Nadie le había dicho esas dos palabras, mucho menos juntas, desde que había dejado de intentar convertirse en actriz.
—Gracias por ser amable. No necesito un coqueteo, gracias —mintió. No lograba apartar la mirada de esos ojos que la tenían atrapada.
—Mira, hemos empezado con mal pie, pero no por ello hemos de perder la noche.
Necesitaba la pasta, joder, pero hacía tanto tiempo que no… Sería sencillo dejarse cautivar por una noche. Él sabía a qué se dedicaba y, aún así, había empezado a flirtear. No ocurría nunca.
Te propongo una cosa. Nos vamos a mi habitación con una botella de champán, lo pasamos de miedo y si no te hago sentir como una diosa, te pagaré el doble de tus honorarios habituales.
¿Honorarios? Esa sí que era buena. El alquiler tenía prioridad sobre juegos y apuestas. Bastante precaria era su vida ya… Al carajo. Se daría un homenaje. No tenía nada que perder y, de ser un mal polvo, aún le sería posible ganar algún dinero.
—Trato hecho.


Solo se quitó la chaqueta y la dejó a su aire mientras encendía velas por toda la habitación, una suite junior con una cama enorme. Cuando se sintió satisfecho, apagó las luces y la estancia quedó sumida en una invitadora penumbra. Le hizo un gesto a Melisa para que se acercara. Tenía dos copas en la mano y ella se dejó llevar.
—¿Quieres que me desnude? ¿Tal vez que baile para ti? —dijo en el tiempo en que él descorchaba la botella.
—Para nada. Hoy es tu noche, solo para tu gozo.
Sirvió ambas copas hasta que la espuma jugueteó con el borde del cristal. Brindaron, aunque ella apenas mojó los labios. Su vida en hoteles y garitos le había hecho precavida. A él no le pasó desapercibido, si bien se limitó a sonreír y apurar su copa sin comentarios.
Melisa abrió la boca para decir algo, pero él le puso un dedo en los labios. De inmediato, como si hubiera sido una señal de inicio, se desabrochó la camisa sin quitársela, dejando al descubierto un vientre, esbelto sin trabajo de gimnasio. El de Melisa comenzó a hervir, había olvidado la última vez que lo había hecho por puro placer. Él sabía moverse en el límite, mostrar sin enseñar. Después se desabrochó el cinturón, aunque tampoco se deshizo de la prenda. Melisa se dio cuenta de que, en un momento impreciso del que no se había percatado, él se había quedado descalzo.
—Estoy en desventaja… —dijo sin dejar de mirar aquellas caderas que tanto prometían.
—Eres libre de hacer lo que te plazca, preciosa.
A pesar de la ausencia de cortejo, le parecía dulce y solícito, dispuesto a darle satisfacción. Decidió seguir la sugerencia al pie de la letra y se levantó para acercarse a distancia de beso. Lo abrazó por la cintura, deseosa de saber cómo encajaba con la suya. Su boca sabía a alcohol y a deseo; de súbito, anheló sentirla entre sus muslos, se separó de él y le hizo un gesto para que no se moviera de donde estaba Sentada en la cama, con la habilidad que le daba la práctica, se libró de botas y medias de rejilla. No se quitó la falda, era lo bastante corta y no llevaba nada debajo. Se echó atrás y separó las piernas con el secreto afán de que su pareja no le hiciera remilgos. Lo necesitaba y lo quería ya. Él no necesitó más que una sonrisa y la indicación de un dedo para dejar su posición de espera y arrodillarse al borde. Melisa gimió aún antes de sentir sus labios sobre su piel, en una gozosa anticipación. Si le quedaba alguna duda sobre su capacidad, se despejó enseguida. Su lengua se alternaba con besos alrededor de su sexo expuesto; se tomaba su tiempo para volverla loca. Melisa se debatía entre el deseo de un orgasmo rápido y el de dejar que campase a sus anchas por su piel con ese juego moroso en el que andaba ahora comprometido. Tenía toda la noche, había dicho él, resistiría el impulso de empujarle por el cabello y guiarlo al centro de su diana.
Se tumbó con el cuello estirado y los brazos a los lados, con los dedos entrelazados en la sobrecama al ritmo que él marcaba: suave, más fuerte, rápido y ahora lento. No es que hiciera tiempo que nadie la trataba así, es que no recordaba sensaciones tan intensas en toda su vida, calambrazos de frío y calor, latigazos de dulzura que se entretejían por los canales de sus corrientes nerviosas. Él no había llegado aún a rozar su más íntimo misterio cuando se dejó llevar por las sacudidas del primer orgasmo, corto e intenso, pero sin el hartazgo que solía conllevar; esa noche, el cuerpo le pedía más, el resarcimiento por tanto placer vendido al mejor licitador. Como él se quedara quieto, Melisa levantó por fin la cabeza para mirarlo. Lo vio allí, arrodillado frente a ella, con una mirada entre orgullosa y sumisa.
—¿Quieres más, preciosa?
Melisa asintió en silencio, golosa, sabedora de que era capaz de dárselo. Eso y mucho más.


Amaneció. Se vistió con desgana, abandonar el paraíso debería estar penado por ley.
—Te he dejado mi tarjeta en el bolso —dijo él desde la almohada.
Melisa recogió el papel y lo guardó. Su teléfono… para ella tenía ahora más valor que todo el dinero que hubiera podido ganar. No se le ocurrió ni mencionar la “apuesta” con la que empezó aquella hermosa locura. No solo no le importaba no haber hecho caja esa noche, sino que hubiera pagado por ello.
No dijo adiós al salir. Ese número anotado en el papel era garantía de que volvería a verlo, a gozar entre sus brazos y sentirlo en su interior como un pistón que le infundiera vida. No lo abrió hasta llegar a recepción, justo al darse cuenta de que, después de pasar la noche juntos, todavía no conocía su nombre:

«Valerio. Servicio de compañía. Se acepta VISA».

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Otra semana en el tajo



Había sido trabajo limpio, apenas una semana. Sin planificarlo, tirando de inspiración. Todos los personajes encajaban como las piezas del puzle tantas veces repetido. Sabía cómo daba comienzo y, sobre todo, cómo terminaría. Ya lo había hecho antes, la música de la creación; una trama sencilla que se iría destejiendo con el tiempo. Dejó el burbon sobre la mesa y se abandonó al ritmo en ese último respiro antes de dar inicio al nuevo ciclo. Como en anteriores ocasiones, había pasado del Blues al Jazz y del aroma afrutado de un gran reserva a la amargura del más delicado brandy.
Seguía sin estar satisfecho con su obra, se exigía más. Podía hacerlo mejor y su propia inconstancia era el sello de calidad. Moriría de aburrimiento si el prólogo fuera un calco de los anteriores. Era su peor crítico y, a la vez, el único.
Se puso de nuevo las gafas negras. El gran resplandor había terminado por resultarle molesto. Era demasiado tarde para introducir variaciones en ese modelo. Ya estaba registrado y, sin embargo, ya pensaba en las posibilidades que el libre albedrío podía introducir en su próximo encargo. Con un gesto de disgusto, pulsó el mando a distancia para cambiar el disco. Aquella versión de Jimi Hendrix, la duodécimo tercera desde que introdujera la psicodelia, le resultaba cansina.
Al fin y al cabo, tenía la suficiente experiencia como para saber que, a la larga, iba a dejar de gustarle y tarde o temprano, por mucho que le jodiera, sería la última vez que, al séptimo día, descansara.

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