LECCIÓN DE HISTORIA

Microcuento ganador de Gigantes de Liliput esta semana, bajo el tema Ironía. 
Netwriters

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El campo de Auschwitz es ahora una especie de parque temático. Te sobrecoge la sensación de estar rodeado de almas presas de su propio espanto.
Asisto a una charla en uno de los barracones. Escuchar la voz humana alivia la opresión.
—¿Qué lección podemos extraer de lo ocurrido aquí? —La guía alemana hace una pregunta valiente, sometida a la tradicional mirada acusadora del mundo.
Varios visitantes, tocados con el kipá judío, se miran entre ellos. Dejan que conteste el más joven: «La Historia nos enseña lo que no debe suceder de nuevo».

Se levanta un hombre del fondo del grupo y se ajusta la kufiyya palestina. Nos mira y abandona la sala en un silencio que clama a gritos.

Fotografía: Amparo. Blog: Momentos de Amparo
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AIRE PARA RECORDAR

La Guardia le sigue de cerca. Sabe, por instinto, que no debe demorarse y, sin embargo, no puede evitar salir de la calzada y caer de rodillas.
Pasado el mal trago, cuando va a reanudar la marcha, descubre ante él a una anciana de mirada triste, surgida de ninguna parte.
—Rapaz, si vas a llevar contigo algo de tu tierra, llena este frasco. —La voz de la mujer es consuelo, caricia de una madre, mientras le entrega dos recipientes.
—¿Y el otro?
—Es para que guardes aire cargado de sal, de historias de tu gente, del mar…


Muchas leguas después, mientras rebusca en su zurrón, se percata de que no le había dicho su nombre…


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LA TINTA DE MIS VENAS

Este relato aparece publicado en la Revista Digital Tirano Banderas editada por la Asociación Escritores en Red (Revista nº 19).
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LA TINTA DE MIS VENAS

Ni una enhorabuena, ni un apretón de manos. Nada. Y para colmo, le invitaron «amablemente» a abandonar el proyecto —del que solo le habían contado que consistía en el desarrollo de potencialidades humanas ocultas—, todavía repleto su organismo de drogas y quién sabe qué otras sustancias. Martin Cameron, así y todo, seguía siendo un tipo vulgar cuyo único rasgo destacable era su afición desmedida por la lectura. Durante su estancia en las instalaciones del proyecto, había devorado cantidades de libros de todo tipo, tanto las novelas que constituían la mayor parte de su equipaje como los de la biblioteca de la base. Y si no encontraba nada nuevo, releía lo que tenía a mano. Las pruebas, test e inoculaciones le dejaban demasiado tiempo libre, tiempo que el resto de voluntarios ocupaba haciendo deporte o en la cantina. La constitución enclenque de Martin y sus escasas habilidades sociales no le habían granjeado simpatía alguna con ellos o con el personal militar.

Cuando volvió a la vida civil, se sumergió en la rutina de varios trabajos que, merced a los servicios prestados, la propia Administración le facilitó. Sin embargo, no conseguía encajar en ninguno de ellos. A él le habría gustado trabajar en una biblioteca o una librería. La única vía de escape de su decepcionante vida era leer. Se refugiaba en las historias para huir de su penosa rutina. Daba igual que lo hiciera a través de una novela romántica o policiaca. Le gustaban todos los géneros. Se evadía por completo y vivía a través de la piel de los personajes. Sin embargo, su indiferencia le trajo graves problemas. No se preocupaba del día a día y renegaba de las facturas. Llegaron las deudas, las notificaciones judiciales y los embargos y no tenía familiares o amigos a los que pedir ayuda. Necesitaba una fuente de ingresos importante pero reaccionó como siempre: se sentó en su sofá de piel de imitación y abrió “La isla del Tesoro”. Recorría con avidez las líneas caminando junto al joven Jim y el capitán Smollet. Tanto se enfrascó en la lectura que cuando levantó la vista del libro para descansar, se miró los pies y estaban enfundados en unas botas altas de piel con vuelta. Vestía también un chaleco, así como una camisola de amplias mangas. El calor del sol calentaba con fuerza a pesar del pañuelo que llevaba en la cabeza. Su desaliñada salita había desaparecido. Perplejo, dio una vuelta completa. Se encontraba en la isla, e incluso uno de los marineros le empujó para que se apartara. Su mente comenzó a trabajar. ¿Y si cierto tesoro resolviera sus problemas financieros? Ya había viajado a este lugar antes y conocía con detalle la ubicación de la cueva del viejo Ben. Tenía localizados a los hombres de John Silver y dónde estaba fondeada la Hispaniola. Solo tenía que…
Tal vez su naturaleza lenta había hecho que Martin asimilara las sustancias con sosiego. Ahora había logrado finalmente despertar su latente potencialidad y era mucho más maravillosa que doblar cucharillas con la mente o adivinar un dibujo en una carta boca abajo. Con disimulo salió de la fila y se internó en la jungla. Cambiaría su vida. Vaya que lo haría.

Un mes después, se presentó ante un abogado para ofrecerle una generosa cantidad si se ocupaba de liquidar sus morosidades con bancos y acreedores varios, pero una vez resueltas sus dificultades económicas la vida no se hizo más llevadera. Seguía huyendo de la realidad y ocupando casi todo su tiempo en «viajar». Su carácter se tornó caprichoso y dedicó un tiempo a adquirir los objetos más extravagantes. No por necesidad sino por descaro y arrogancia. Solía dedicarse a relatos de los que conociera bien los detalles, para aprovechar así su abrumadora ventaja. La posibilidad de un giro argumental inesperado le producía auténtico pavor y Martin no era de los que disfruta con una subida de adrenalina.

Una mañana, abrió las puertas de su recién adquirida mansión a un par de tipos robustos como columnas jónicas. Uno de ellos le mostraba una placa y el otro una orden de registro. «Está usted detenido por el gran asalto al tren. Mi compañero le leerá sus derechos». Martin extendió las manos con docilidad para ser esposado.

Nunca más se sentiría encerrado como durante su estancia en las instalaciones militares, así como en los empleos grises anteriores. Una cárcel no podría confinarlo. En el juicio se declaró culpable de los cargos. Mientras cumplía los trámites para el ingreso en prisión, tan solo mostró preocupación por saber si en la prisión tenían una buena biblioteca y en concreto si dispondrían de un ejemplar de “El Conde de Montecristo”.


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EL FINAL DEL VERANO

El zumbido del ventilador a su espalda ayudaba a crear la atmósfera adecuada. El tema que se había propuesto para escribir en aquel primer día de clase era «el final del verano». Todavía flotaban las palabras en el bochorno reinante… Como aliciente para el proceso creativo, hasta habían tarareado la canción del Dúo Dinámico.
Su verano no había tenido nada de particular. No tenía ninguna anécdota significativa con la que dar comienzo a la sesión. La pluma, inquieta después de tantas semanas de inactividad, se agitaba nerviosa como un purasangre en el cajón de salida del hipódromo. Necesitaba algo, un acicate… Por su mente volaban escenas, libros leídos y paseos por la playa. Todo le parecía insulso y manido. Su verano, salvo un par de fines de semana largos, no había sido sino otra repetición del ciclo trabajo-descanso bajo un plomizo calor que lo había hecho aún más aplastante.
Decidió abrir el cajón, dejar que el caballo se lanzara a una loca carrera por la pista, las riendas flojas. Siempre le había funcionado. En la primera recta creyó haber encontrado el paso. El relato de su viaje por tierras extremeñas fluía sin problemas, su tránsito por aquellos pueblos bajo condiciones de calor y sequedad tan duras que casi refrescaban el ambiente de la sala donde escribían. Una sucesión de carreteras despiadadas y aire del que cuesta respirar, de calles desiertas hasta la hora tardía en que se puede salir a la calle a charlar en sillas de mimbre, de casas blancas y silencio roto, tan solo, por las campanas de la iglesia siempre puntuales.
Era un comienzo, pero necesitaba mucho más. Aquello no interesaría a nadie, no era un relato. En aquella curva, su montura se desinflaba y perdía ritmo de galope. Tenía que recuperar la cadencia, recobrar la soltura. Comenzó a narrar, sin demasiada fe, su visita a la capital. Enfilaba la segunda recta y el jinete resoplaba igual que su pluma, cabalgando en el vagón de cola.
«No es más que un viaje insípido. No hay historia, carece de conflicto…», pensaba mientras se dejaba llevar hacia la línea de llegada, exhausto y descorazonado. Había deseado tanto terminar triunfante, con un gran relato que hiciera las delicias de sus compañeros… y solo disponía de aquel puñado de frases aptas para cualquier redacción escolar.
Lo que hubiera dado por poder contar un desamor trágico, una despedida llena de promesas en una estación, el recuerdo de una puesta de sol en una playa mediterránea…

Picó espuelas y se lanzó a un sprint final, abandonada toda precaución. Los ojos verdes de la guía en el yacimiento arqueológico, su sonrisa mientras explicaba docenas de datos que, casi con toda seguridad, quedarían abandonados en el polvo del camino antes de retornar al benefactor aire acondicionado del autobús… Aquella joven disfrutaba con su trabajo, conseguía que el grupo se implicara en todo tipo de actividades, entre las que tallar un hacha bifaz con piedra de sílex había sido la más popular. Casi jadeaba por el esfuerzo cuando cerró el cuaderno, pero sonreía. La magia del relato de un viaje no estaba en el exotismo del lugar, en su rareza o inaccesibilidad, sino en los pequeños detalles que somos capaces de recordar. Ya no era el reflejo en papel de lo que había supuesto ese verano en su vida. Había dejado de ser algo que era mejor que cerrase con la palabra FIN.
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