El zumbido del ventilador a su
espalda ayudaba a crear la atmósfera adecuada. El tema que se había propuesto
para escribir en aquel primer día de clase era «el final del verano». Todavía
flotaban las palabras en el bochorno reinante… Como aliciente para el proceso
creativo, hasta habían tarareado la canción del Dúo Dinámico.
Su verano no había tenido nada de
particular. No tenía ninguna anécdota significativa con la que dar comienzo a
la sesión. La pluma, inquieta después de tantas semanas de inactividad, se
agitaba nerviosa como un purasangre en el cajón de salida del hipódromo. Necesitaba
algo, un acicate… Por su mente volaban escenas, libros leídos y paseos por la
playa. Todo le parecía insulso y manido. Su verano, salvo un par de fines de
semana largos, no había sido sino otra repetición del ciclo trabajo-descanso
bajo un plomizo calor que lo había hecho aún más aplastante.
Decidió abrir el cajón, dejar que el
caballo se lanzara a una loca carrera por la pista, las riendas flojas. Siempre
le había funcionado. En la primera recta creyó haber encontrado el paso. El
relato de su viaje por tierras extremeñas fluía sin problemas, su tránsito por aquellos
pueblos bajo condiciones de calor y sequedad tan duras que casi refrescaban el
ambiente de la sala donde escribían. Una sucesión de carreteras despiadadas y
aire del que cuesta respirar, de calles desiertas hasta la hora tardía en que
se puede salir a la calle a charlar en sillas de mimbre, de casas blancas y
silencio roto, tan solo, por las campanas de la iglesia siempre puntuales.
Era un comienzo, pero necesitaba
mucho más. Aquello no interesaría a nadie, no era un relato. En aquella curva,
su montura se desinflaba y perdía ritmo de galope. Tenía que recuperar la
cadencia, recobrar la soltura. Comenzó a narrar, sin demasiada fe, su visita a
la capital. Enfilaba la segunda recta y el jinete resoplaba igual que su pluma,
cabalgando en el vagón de cola.
«No es más que un viaje insípido. No
hay historia, carece de conflicto…», pensaba mientras se dejaba llevar hacia la
línea de llegada, exhausto y descorazonado. Había deseado tanto terminar
triunfante, con un gran relato que hiciera las delicias de sus compañeros… y
solo disponía de aquel puñado de frases aptas para cualquier redacción escolar.
Lo que hubiera dado por poder contar
un desamor trágico, una despedida llena de promesas en una estación, el
recuerdo de una puesta de sol en una playa mediterránea…
Picó espuelas y se lanzó a un sprint
final, abandonada toda precaución. Los ojos verdes de la guía en el yacimiento
arqueológico, su sonrisa mientras explicaba docenas de datos que, casi con toda
seguridad, quedarían abandonados en el polvo del camino antes de retornar al
benefactor aire acondicionado del autobús… Aquella joven disfrutaba con su
trabajo, conseguía que el grupo se implicara en todo tipo de actividades, entre
las que tallar un hacha bifaz con piedra de sílex había sido la más popular.
Casi jadeaba por el esfuerzo cuando cerró el cuaderno, pero sonreía. La magia
del relato de un viaje no estaba en el exotismo del lugar, en su rareza o
inaccesibilidad, sino en los pequeños detalles que somos capaces de recordar.
Ya no era el reflejo en papel de lo que había supuesto ese verano en su vida.
Había dejado de ser algo que era mejor que cerrase con la palabra FIN.