Le hubiera gustado disfrutar de su don cuando era joven, pero no fue hasta la senectud que descubrió que podía introducirse en las escenas de las fotografías. A través de sus álbumes revivió paseos junto a sus padres y su hermana, viajó a lugares maravillosos y visitó de nuevo a las amantes que creía perdidas. Volvió a sonreír. Todo ayudaba a mitigar los achaques y, sobre todo, la soledad de su vejez.
Disfrutó cuanto le fue posible hasta aquel día en que se le antojó el helado de melocotón de la feria de Primavera de 1934, un delicioso y letal shock anafiláctico.