Le hubiera gustado disfrutar de su don cuando era joven, pero no fue hasta la senectud que descubrió que podía introducirse en las escenas de las fotografías. A través de sus álbumes revivió paseos junto a sus padres y su hermana, viajó a lugares maravillosos y visitó de nuevo a las amantes que creía perdidas. Volvió a sonreír. Todo ayudaba a mitigar los achaques y, sobre todo, la soledad de su vejez.
Disfrutó cuanto le fue posible hasta aquel día en que se le antojó el helado de melocotón de la feria de Primavera de 1934, un delicioso y letal shock anafiláctico.
Trágico final para una aventura que prometía mil y una historias. Así es la vida, imprevisible y soberanamente cafre cuando se lo propone.
ResponderEliminarGenial.
Un abrazo.
Me parece que calificar de cafre a la vida es una de las descripciones más precisas que haya leído, aunque se le pueden dar peores, según las circunstancias. Siempre con la flecha en la palabra, querida Esther.
EliminarUn abrazo.
Con lo bien que le iba al pobre. Pero por lo menos podrá decir aquello de "que me quiten lo bailao".
ResponderEliminarMuy bueno.
Un abrazo.
O lo comido por lo servido, aunque en este caso iría mejor por lo viajado. Gracias, Josep. Un abrazo.
EliminarEs propio de la gente mayor mirar fotografías del Pleistoceno. Meterse en ellas ya son palabras mayores, porque, como en tu microrrelato, pueden dejarse llevar por el niño que todos llevamos dentro.
ResponderEliminarUn abrazo.
Si hubiera ido de safari a Africa, se lo habría comido un león. El micro pedía sangre :)
EliminarNunca he comido un helado de melocotón, tendré que tener cuidado.
Un abrazo.