La gran regata de la historia



Ulises alza la mirada hacia lo alto del palo, allá donde el vigía escruta el horizonte. Mira de reojo a Magallanes y a Juan de la Cosa.

—¿Tierra a la vista, Rodrigo?

El de Triana niega con la cabeza y la ansiedad se apodera de toda la tripulación. Si la nave de Erik el Rojo y el capitán Cook les lleva la delantera, ni Cristóbal Colón el genovés podrá obrar la maravilla.
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Allá donde fueres




Sabes que deberías olvidarla, poner algo de orden en tu vida. O también podrías tatuarte su nombre virginal en la lengua para así acariciar su sexo cada vez que pronuncias su nombre. Podría ser una monumental coincidencia que se llamara Lolita en lugar de ese nombre tan absurdo: Plo-ti-na. ¿A quién se le ocurre enamorarse de una muchacha llamada Claudia Plotina? Pero eso es lo que tiene utilizar para asuntos tan poco prosaicos ese extraordinario don que tienes para viajar, a voluntad, en el tiempo.

Imagen: Villa romana del Casale, Sicilia (siglo IV)
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Siguiente, por favor



En la pista central del circo, Augusto y Tontaina llevaban diez minutos de bofetadas para regocijo del público. Mayores y niños se palmeaban los muslos y dejaban caer ríos de palomitas grasientas. El maquillaje de Tontaina era un borrón de blancos y rojos, con churretes de rímel de puta barata. Fuera de sí, incapaz de soportar tanta humillación, lanzó un gancho de izquierda que tiró a su compañero sobre la lona. No hubo tiempo para más, el payaso derribado extrajo una pistola de esas de un solo tiro de su chaqueta de lentejuelas y a Tontaina se le desparramaron los sesos en vivo y en directo.


Sin demora, por encima del estruendo de la ovación, el director sacó el móvil para pedir una pareja nueva de payasos a la empresa de trabajo temporal.

Imagen: Ji Lee
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Brazodemar fondea en Amazon




El Aurora errante ha llegado a Amazon. Ya no hay excusa para no hacerte con un ejemplar, da lo mismo en qué lugar del planeta estés (o casi).

Está disponible en papel, por supuesto, con esa esmerada edición que Ediciones Cívicas pone en todos sus trabajos, y en ebook. Pincha en esos enlaces para obtenerlos. Si además dejas una crítica, toda la tripulación estaremos más que agradecidos. Los escritores hemos de comer al igual que los remeros ^^


Buen viento y buena mar.

#LaBaladadeBrazodemar
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La hora de la siesta



Comenzó como todas las mañanas, corriendo para no llegar tarde al cole con Fernandito. Sin dejar de sudar, bronca con el director por el comportamiento del “pequeño vándalo” con las miraditas de las mamás-bien de la clase resbalando sobre su piel como veneno oleoso. Después de hacer la casa y esmerarse en la cocina, la frustrante rutina de intentar comunicarse con Julián a través del abismo de su matrimonio; a él jamás le interesarían sus propósitos de estudiar y labrarse un futuro propio. Lo dejó en el sofá, roncando a través de las noticias deportivas, mientras ella se escondía con el móvil en la habitación a intercambiar con Chema emoticonos de corazones rojos.
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El efecto mariposa

El niño contempla con embeleso el aleteo silencioso de la delicada mariposa biomecánica. Su padre suspira al pensar que ha merecido la pena gastar una pequeña fortuna por ver esa sonrisa.

Mañana hará frente al desempleo al que lo ha condenado el nuevo androide recepcionista.

Fotografía: lightwise

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Para gustos, las personas



Rosa tomaba un delicioso té rojo acompañado de trufas negras. Su amiga, golosa como era, se decantó por té verde y chocolate blanco. Entonces, le preguntó a Violeta cuál era su persona favorita, a lo que, circunspecta, contestó que se pirraba por los impredecibles daltónicos. 
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Ludopatía

A Celso Páramo no le gustaba perder ni a la grija. Cuando su esposa apareció el sábado por la noche en el dormitorio con un camisón vaporoso y su sonrisa más traviesa, tuvo un mal fario como de carreras de galgos. Ella puso una rodilla en la cama en la que él, todavía con las gafas y el pijama, releía los resultados del baloncesto. La mujer se llevó las manos cerradas a la boca y sopló sobre ellas, antes de lanzar unos dados que rodaron sobre la mesilla con un tintineo traidor. «Son unos dados eróticos», dijo y Celso Páramo, dejando el periódico a un lado con un suspiro, supo que ese encuentro acabaría en derrota.


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El sueño de sus sueños



Por una vez, Sarah no tendría que enfrentarse a la decisión rutinaria entre cereales y somníferos o cereales y vino blanco. Stacey le había conseguido una plaza en un programa experimental: el proyecto Nyx. Si la documentación que le entregaron en la farmacéutica era correcta, una sola de esas pastillas la dejaría frita, con el efecto añadido de poder elegir lo que iba a soñar. ¿Sería aquel el final de sus espantosas pesadillas? Deseaba creerlo con todas sus fuerzas, pero el terror estaba tan incrustado en sus entrañas que le costaba aceptar que hubiera una solución al penoso estado en el que se hallaba sumida.
El viaje en tren lo pasó pensando cuál sería su opción. Lo primero que le vino a la mente fue un viaje por mares paradisíacos a bordo de un velero. Si no podía llevarlo a cabo en la vida real, debido a su facilidad de marearse hasta en los ascensores, aquella era una buena elección. Además, disponía de píldoras para treinta días. En el caso de que la utopía funcionase, tendría un amplio abanico de aventuras para correr. Aventuras… ¿Por qué no añadir un poco de sal a su primera experiencia? Un capitán moreno de hombros torneados aferrado al timón no le haría daño. Fuera el efecto placebo o no, cenó en paz por primera vez en mucho tiempo y se acostó sin el pánico habitual. El prospecto recomendaba que cuando empezara a dormirse visualizara las imágenes más vividas de las escenas con las que deseaba soñar. Los componentes químicos, inocuos por supuesto, y los nanobots en el torrente sanguíneo directo a las sinapsis mentales harían el resto.
Despertó y tuvo que agitar el despertador como una coctelera para comprobar que habían transcurrido… ¡diez horas! Era increíble, tenía la sensación de que apenas acababa de cerrar los ojos. Se puso en pie, se estiró y recordó cada momento de lo que acababa de vivir. Y disfrutar… Conforme las sensaciones volvían a ella, envueltas en los cinco sentidos, el cosquilleo del placer se apoderaba de todo su cuerpo. No solo estaba en forma y descansada por completo, sino que estaba excitada hasta el punto de necesitar una ducha serena para tranquilizarse. Ese Nyx era la bomba, ya estaba deseando que llegara la noche de nuevo. Volvió a su puesto de trabajo, aunque no le esperaban debido a la baja laboral que arrastraba por el insomnio galopante. Una vez más, fue ella misma.
Y en su cama soñó. Y soñó que estaba soñando y en sus sueños, a veces, despertaba. Dejó el trabajo al poco de regresar. Se limitaba a pedir nuevas cajas de pastillas y vivir de la subvención de la empresa que fabricaba el Nyx. Se prestó como voluntaria a cuantos ensayos clínicos se propusieron, a pesar de ser advertida constantemente de los riesgos cada vez mayores.

Seis meses más tarde, la farmacéutica cerró el proyecto y quebró. Los sesenta sujetos presentaban una narcolepsia crónica y un nulo deseo de seguir con sus vidas fuera del mundo onírico en el que sus mentes habían quedado ancladas. Sarah, encerrada en una habitación de paredes mullidas, solo era capaz de balbucear: «quiero otro Nyx».
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Date un gustazo



Le hubiera gustado disfrutar de su don cuando era joven, pero no fue hasta la senectud que descubrió que podía introducirse en las escenas de las fotografías. A través de sus álbumes revivió paseos junto a sus padres y su hermana, viajó a lugares maravillosos y visitó de nuevo a las amantes que creía perdidas. Volvió a sonreír. Todo ayudaba a mitigar los achaques y, sobre todo, la soledad de su vejez.

Disfrutó cuanto le fue posible hasta aquel día en que se le antojó el helado de melocotón de la feria de Primavera de 1934, un delicioso y letal shock anafiláctico.
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Pequeños Gigantes


Ya tengo en mis manos los ejemplares de Pequeños gigantes, que de la mano del sello Netwriters, recoge los trabajos de trece autores participantes en el evento quincenal Gigantes de Liliput de microrrelato en la red social Netwriters. Ha sido todo un honor formar parte de este grupo.

Puedes leer más en el blog de Atlantis, de la mano de su antóloga Carmen Fabre.

Tengo aún algunos en mi poder, te los puedo hacer llegar (escríbeme a ultralas@gmail.com) o puedes pedirlo directamente en tu librería habitual. Si lo tuyo es pedirlo por Internet, aquí tienes el enlace directo al catálogo de la editorial. No te arrepentirás.



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Presentación de Brazodemar en Vitoria - Gazteiz


La balada de Brazodemar arribó a Vitoria-Gazteiz de la mano de la librería Ronin. Una cálida acogida por parte de su responsable, Rubén, y de un público que mostró desde el principio su interés y su participación, leyendo incluso un fragmento del primer capítulo. Junto a Joseba Paulorena, escritor y uno de los editores de EC.O, tuve ocasión de hablar del libro, de la trama y sus personajes, de mi forma de trabajar y contestar a las preguntas de los asistentes. Un recuerdo imborrable y la promesa de una visita en un futuro no lejano.

Gracias a todos.









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La ruta más larga


Cayó al suelo entre sonido de cristales y salpicaduras de su propia sangre. Espantadas por completo las risas y la diversión en la feria ambulante, se formó un círculo de curiosos en torno a él. El joven macilento, tendido de bruces a la salida del laberinto de espejos, solo acertó a balbucear que habían sido diez años de pesadilla en busca del puesto de algodón de azúcar.
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Lo he visto en sueños



La lumbre de los cigarrillos y un par de farolas en la plaza era toda la iluminación que quedaba en Ciluengos a la salida del rosario. Aniceto dio una última calada antes de arrojar la colilla sin molestarse en apagarla. Volvió a colocar los pulgares en el cinturón y miró a Bernar. Llevaba varios días tratando de sacarse la idea de la cabeza, pero temía enfrentarse a la incrédula socarronería de su amigo.
—Anda, Aniceto, suéltalo de una vez. Se te va a pudrir en las tripas.
El aludido escupió las hebras de tabaco sin sorprenderse. Bernardo y él habían crecido juntos y se entendían con una economía expresiva que era la envidia de las partidas de cartas en el mesón.
—Quiero hacer algo grande en mi vida, algo por lo que ser recordado en el pueblo.
—¿Y qué se te ha ocurrido, genio? —respondió Bernar, a quien los cigarrillos le duraban bastante más. Siempre le llamaba genio cuando Aniceto tenía una de aquellas ocurrencias suyas.
—Me gustaría que algo llevara mi nombre. Así la gente se acordaría de mí después de espicharla.
Bernardo se mojó dos dedos en la boca y apagó la brasa que moría en el filtro amarilleando sus dedos.
—Aquí todo tiene nombre. El mesón de Amparo, el puente viejo o el cerro de San Juan.
—El río no —respondió Aniceto deprisa.
—El río es el río. Siempre se ha llamado así, no necesita un nombre.
—Por todos los santos, Bernar, incluido el tuyo. El río no lo necesita, pero yo sí.
—¿Qué más te da? Cuando la palmas, te vas y punto —dijo en voz baja, por si el cura hubiera terminado de recoger los bártulos en la sacristía—. ¿Otra gran aventura como la del bosque de arces? Los Matarranas todavía ser ríen de nosotros cando se acuerdan. Deja las cosas estar, Aniceto. Este pueblo es el fin del mundo, mejor buscar nuevos horizontes, pero no me arrastres de nuevo.
—Yo quiero quedarme en el pueblo para siempre. Voy a encontrar las fuentes del río, el lugar verdadero, no esas rocas que todos aceptan como su nacimiento. Lo mostraré al pueblo el día de la romería del Cerro y nadie podrá negarme el nombre.
—¿Qué te hace pensar que hay otro lugar? —inquirió Bernar mientras encendía otro cigarrillo.
—Lo he soñado…
Bernar no llegó a prender el chisquero. Se guardó el tabaco y se alejó murmurando en dirección a su casa. No quería hacerlo, pero nunca había dejado a Aniceto en la estacada.

La senda era abrupta, aunque llevadera para sus piernas acostumbradas al desnivel que rodeaba Ciluengos, que más parecía un poso en el fondo de una taza descomunal. Habían dejado atrás la ermita, hasta donde el camino no era sino un agradable paseo, incluso en una mañana gélida como aquella. Como de costumbre, no habían necesitado planear la salida. De madrugada se encontraron frente al cruce, pertrechados para la ascensión. En silencio, como en el mus.
No malgastaron aliento durante la subida. Se dejaron mecer por los trinos que acompasaban el fuerte ritmo de marcha. Las botas salpicaban gravilla y barro a partes iguales y quebraban las placas de hielo de los charcos congelados. A pesar de sus hábitos pedestres, pronto rompieron a sudar, aunque no se despojaron de los jerséis de lana.
—Bien, ahí lo tienes —dijo Bernar señalando las rocas donde en el pueblo ubicaban desde antaño el nacimiento del río.
—No, no es aquí —gruñó en respuesta.
—No, no es aquí —le imitó Bernar en tono de sorna. Aniceto lo ignoró y se sentó en una roca plana y seca para almorzar. Por toda invitación, abrió el morral y se lo ofreció a su amigo. Era una hora tan buena como otra cualquiera. Aniceto masticaba escudriñando el paraje, entrando en sintonía con la montaña con la esperanza de que le desentrañara sus misterios. Se levantó y no se molestó ni en recoger los restos de pan y queso. Sin mirar atrás, arrancó a trepar por las rocas con ayuda de las manos.
Bernar podía haber bufado o maldecido, sin embargo, se limitó a seguirlo en su enésima locura.
—He visto ese árbol en sueños —jadeó Aniceto.
Bernardo se encogió de hombros tanto como pudo, asido como estaba a las raíces de un viejo roble que se inclinaba orgulloso ante pasadas ventiscas y avalanchas.
—Deberíamos volver. Estas piedras no me dan confianza —dijo Bernar sin perder la serenidad. Se aferraba a unas lascas y bajo sus pies las piedrecillas de grava caían en cascadas inquietantes.
Aniceto negó con la cabeza. No retrocedería, era su momento. Solo quedaba un día para los festejos en los que anunciar su hallazgo.
—Espérame abajo. Sé lo que me hago —repuso antes de seguir trepando. En su cabeza bullían ya ideas para despejar el camino para que sus paisanos más atrevidos comprobaran por sí mismos el lugar. Saboreaba el triunfo. «Voy a pescar al Arroyo Quesada», dirían y el fumaría, sereno, tendido en la orilla como quien se da el gusto de dar la venia.
—Me cago en todo, Aniceto, un día de estos te vas a matar y yo escupiré en tu tumba —refunfuñó, pero no se detuvo.
Una hora más tarde, sin mirar abajo para no sentir la mortal atracción del vacío que se abría a sus pies, Aniceto se aupaba a la última cornisa y se quedó allí parado, en éxtasis de contemplación ante las fuentes del río. Manaban con alegría entre unas rocas cubiertas de líquenes y se perdían en un agujero del suelo a unos metros delante de él. Lo tenía, se había asegurado la inmortalidad. Se giró para ayudar a Bernar a llegar. No le diría nada, dejaría que los hechos hablaran por sí mismos. Nunca más volverían a burlarse de sus sueños, ni él ni los Matarranas. Estiró el brazo, su amigo parecía apurado, con los pies ocupando una exigua esquirla de roca por todo sustento.
—Maldito estúpido. Tú y tus sueños. ¿Has pensado en cómo vamos a bajar, genio?
El sudor hizo correr los dedos entre los suyos, toda confianza perdida en el apoyo. El triunfo en las pupilas de Aniceto dejó de brillar cuando en el fondo se mezcló el agua cantarina del nacimiento del río con la silueta de Bernar que, con brazos y piernas agitándose en vano en el aire, caía al fondo de la barranca sin remedio. No gritó en los segundos eternos, suspendidos en el tiempo, que duró su vuelo. A pesar de la fuerza del viento, que trataba con desesperación de taponarle las orejas, el sonido de huesos al quebrarse en las rocas allá abajo se quedó a vivir para siempre entre las paredes del cráneo de Aniceto Quesada.
Después, con la romería suspendida por la tragedia, contaría que fue al descender cuando Bernar perdió apoyo y cayó. Que, más ágil en la escalada, le había precedido en el descubrimiento del manantial donde el río nacía antes de emerger de nuevo en las Rocas. Aturdido, relataría cómo los ojos de Bernar fueron los primeros en hollar lo que nunca antes había contemplado un ser humano. Nadie se opuso a que, desde aquel día, se llamara Arroyo Carrizosa y Aniceto no volvió a fumar en las orillas de aquel río que ya no sería suyo. Ni de nadie más.


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Feng Shui



Isaac se apartó con espanto de la mesa en la que que había colocado las figuras del nacimiento. Alguien las había desbaratado. Los pastores estaban despatarrados de cualquier manera, los calderos volcados, las mujeres huían despavoridas del manantial. Ni rastro de animales, domésticos o salvajes. Las patrullas romanas se acuartelaban en el palacio del gobernador.
Se dio la vuelta y salió de su casa, necesitaba aire fresco. Sin embargo, en el exterior la gente yacía desperdigada en las calles desiertas. El silencio se había adueñado de la ciudad.
Con sus dedos gordezuelos, David volvió a jugar con la figurita de Isaac en el belén que su madre había colocado con primor.



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