La lumbre de los cigarrillos y un par de farolas en la
plaza era toda la iluminación que quedaba en Ciluengos a la salida del rosario.
Aniceto dio una última calada antes de arrojar la colilla sin molestarse en
apagarla. Volvió a colocar los pulgares en el cinturón y miró a Bernar. Llevaba
varios días tratando de sacarse la idea de la cabeza, pero temía enfrentarse a
la incrédula socarronería de su amigo.
—Anda, Aniceto, suéltalo de una vez. Se
te va a pudrir en las tripas.
El aludido escupió las hebras de tabaco
sin sorprenderse. Bernardo y él habían crecido juntos y se entendían con una
economía expresiva que era la envidia de las partidas de cartas en el mesón.
—Quiero hacer algo grande en mi vida,
algo por lo que ser recordado en el pueblo.
—¿Y qué se te ha ocurrido, genio?
—respondió Bernar, a quien los cigarrillos le duraban bastante más. Siempre le
llamaba genio cuando Aniceto tenía una de aquellas ocurrencias suyas.
—Me gustaría que algo llevara mi nombre.
Así la gente se acordaría de mí después de espicharla.
Bernardo se mojó dos dedos en la boca y
apagó la brasa que moría en el filtro amarilleando sus dedos.
—Aquí todo tiene nombre. El mesón de
Amparo, el puente viejo o el cerro de San Juan.
—El río no —respondió Aniceto deprisa.
—El río es el río. Siempre se ha llamado
así, no necesita un nombre.
—Por todos los santos, Bernar, incluido
el tuyo. El río no lo necesita, pero yo sí.
—¿Qué más te da? Cuando la palmas, te
vas y punto —dijo en voz baja, por si el cura hubiera terminado de recoger los
bártulos en la sacristía—. ¿Otra gran aventura como la del bosque de arces? Los
Matarranas todavía ser ríen de nosotros cando se acuerdan. Deja las cosas
estar, Aniceto. Este pueblo es el fin del mundo, mejor buscar nuevos
horizontes, pero no me arrastres de nuevo.
—Yo quiero quedarme en el pueblo para
siempre. Voy a encontrar las fuentes del río, el lugar verdadero, no esas rocas
que todos aceptan como su nacimiento. Lo mostraré al pueblo el día de la romería
del Cerro y nadie podrá negarme el nombre.
—¿Qué te hace pensar que hay otro lugar?
—inquirió Bernar mientras encendía otro cigarrillo.
—Lo he soñado…
Bernar no llegó a prender el chisquero.
Se guardó el tabaco y se alejó murmurando en dirección a su casa. No quería
hacerlo, pero nunca había dejado a Aniceto en la estacada.
La senda era abrupta, aunque llevadera
para sus piernas acostumbradas al desnivel que rodeaba Ciluengos, que más
parecía un poso en el fondo de una taza descomunal. Habían dejado atrás la
ermita, hasta donde el camino no era sino un agradable paseo, incluso en una
mañana gélida como aquella. Como de costumbre, no habían necesitado planear la
salida. De madrugada se encontraron frente al cruce, pertrechados para la
ascensión. En silencio, como en el mus.
No malgastaron aliento durante la
subida. Se dejaron mecer por los trinos que acompasaban el fuerte ritmo de
marcha. Las botas salpicaban gravilla y barro a partes iguales y quebraban las
placas de hielo de los charcos congelados. A pesar de sus hábitos pedestres,
pronto rompieron a sudar, aunque no se despojaron de los jerséis de lana.
—Bien, ahí lo tienes —dijo Bernar
señalando las rocas donde en el pueblo ubicaban desde antaño el nacimiento del río.
—No, no es aquí —gruñó en respuesta.
—No, no es aquí —le imitó Bernar en tono
de sorna. Aniceto lo ignoró y se sentó en una roca plana y seca para almorzar.
Por toda invitación, abrió el morral y se lo ofreció a su amigo. Era una hora
tan buena como otra cualquiera. Aniceto masticaba escudriñando el paraje,
entrando en sintonía con la montaña con la esperanza de que le desentrañara sus
misterios. Se levantó y no se molestó ni en recoger los restos de pan y queso.
Sin mirar atrás, arrancó a trepar por las rocas con ayuda de las manos.
Bernar podía haber bufado o maldecido, sin
embargo, se limitó a seguirlo en su enésima locura.
—He visto ese árbol en sueños —jadeó Aniceto.
Bernardo se encogió de hombros tanto
como pudo, asido como estaba a las raíces de un viejo roble que se inclinaba
orgulloso ante pasadas ventiscas y avalanchas.
—Deberíamos volver. Estas piedras no me
dan confianza —dijo Bernar sin perder la serenidad. Se aferraba a unas lascas y
bajo sus pies las piedrecillas de grava caían en cascadas inquietantes.
Aniceto negó con la cabeza. No
retrocedería, era su momento. Solo quedaba un día para los festejos en los que
anunciar su hallazgo.
—Espérame abajo. Sé lo que me hago
—repuso antes de seguir trepando. En su cabeza bullían ya ideas para despejar
el camino para que sus paisanos más atrevidos comprobaran por sí mismos el lugar.
Saboreaba el triunfo. «Voy a pescar al Arroyo Quesada», dirían y el fumaría,
sereno, tendido en la orilla como quien se da el gusto de dar la venia.
—Me cago en todo, Aniceto, un día de
estos te vas a matar y yo escupiré en tu tumba —refunfuñó, pero no se detuvo.
Una hora más tarde, sin mirar abajo para
no sentir la mortal atracción del vacío que se abría a sus pies, Aniceto se
aupaba a la última cornisa y se quedó allí parado, en éxtasis de contemplación
ante las fuentes del río. Manaban con alegría entre unas rocas cubiertas de
líquenes y se perdían en un agujero del suelo a unos metros delante de él. Lo
tenía, se había asegurado la inmortalidad. Se giró para ayudar a Bernar a
llegar. No le diría nada, dejaría que los hechos hablaran por sí mismos. Nunca
más volverían a burlarse de sus sueños, ni él ni los Matarranas. Estiró el
brazo, su amigo parecía apurado, con los pies ocupando una exigua esquirla de
roca por todo sustento.
—Maldito estúpido. Tú y tus sueños. ¿Has
pensado en cómo vamos a bajar, genio?
El sudor hizo correr los dedos entre los
suyos, toda confianza perdida en el apoyo. El triunfo en las pupilas de Aniceto
dejó de brillar cuando en el fondo se mezcló el agua cantarina del nacimiento
del río con la silueta de Bernar que, con brazos y piernas agitándose en vano
en el aire, caía al fondo de la barranca sin remedio. No gritó en los segundos
eternos, suspendidos en el tiempo, que duró su vuelo. A pesar de la fuerza del
viento, que trataba con desesperación de taponarle las orejas, el sonido de
huesos al quebrarse en las rocas allá abajo se quedó a vivir para siempre entre
las paredes del cráneo de Aniceto Quesada.
Después, con la romería suspendida por
la tragedia, contaría que fue al descender cuando Bernar
perdió apoyo y cayó. Que, más ágil en la escalada, le había precedido en el
descubrimiento del manantial donde el río nacía antes de emerger de nuevo en
las Rocas. Aturdido, relataría cómo los ojos de Bernar fueron los primeros en
hollar lo que nunca antes había contemplado un ser humano. Nadie se opuso a que,
desde aquel día, se llamara Arroyo Carrizosa y Aniceto no volvió a fumar en las
orillas de aquel río que ya no sería suyo. Ni de nadie más.
Una historia conmovedora. A medida que avanzaba en la lectura me iba imaginando un final trágico pero me equivoqué de accidentado. Un bello gesto el de Aniceto, tanto como el estilo narrativo de este relato. El mejor, para mí, de tu reciente factoría "bloguera".
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchísimas gracias, querido Josep. Hacia tiempo que no subía un relato más largo que un microrrelato. Supongo que se nota la diferencia. Un abrazo.
EliminarHasta las almas más toscas son capaces de soñar. Es fácil recrear en la imaginación las andanzas de este Quijote y su Sancho, y triste que el afán de gloria rompa una amistad de años.
ResponderEliminarUn abrazo.
No había pensado en los manchegos cuando escribí este relato, pero ahora que lo mencionas, tienen mucho de eso. El fantasioso y el que tiene los pies en el suelo. La vida no suele premiar los sueños, aunque debamos perseguirlos siempre.
EliminarUn abrazo.
Un relato excelente.
ResponderEliminarAbrazos.
Gracias, Mar. Es la versión retocada, pulida y ampliada de uno de mis últimos relatos del Tintero Virtual. Creo que ha salido ganando con los cambios.
EliminarUn abrazo.