Profesional




Melisa eligió a un tipo de lo más normal; no descartaría ningún cliente a esas horas de un domingo, un día de poco meneo y con la renta del cuchitril a punto de vencer. Por cien pavos le haría lo que fuera; a fin de cuentas no era un sesentón baboso de gustos extravagantes, sino un hombre corriente.
—Hola, guapo —dijo Melisa.
Él giró la cabeza despacio y se demoró en una larga mirada que la escaneó de arriba abajo. Tenía descaro, le gustaba eso; no parecía borracho y hasta se podía adivinar un brillo juguetón en sus ojos pardos. Se acercó un poco más y le ajustó el nudo torcido de la corbata.
—Te equivocas conmigo, preciosa. No soy lo que buscas. Jamás pago por tener sexo.
Trató de hacer como que el comentario no había torpedeado su línea de flotación. Fingió una sonrisa y se encogió de hombros. Quedaban pocos tíos en el bar, si se daba prisa todavía…
—Espera, te invito a una copa. Es lo menos que puedo hacer por tu tiempo perdido.
—Déjalo. No beberé contigo si no me deseas.
—Yo no he dicho tal cosa.
—Sí, ya… Nunca pagas por follar.
Él asintió con una sonrisa adorable. Le estaba diciendo: lección aprendida.
—No es nada personal. Te encuentro interesante y atractiva. En otras circunstancias hubiera sido yo el seductor.
Interesante y atractiva… Nadie le había dicho esas dos palabras, mucho menos juntas, desde que había dejado de intentar convertirse en actriz.
—Gracias por ser amable. No necesito un coqueteo, gracias —mintió. No lograba apartar la mirada de esos ojos que la tenían atrapada.
—Mira, hemos empezado con mal pie, pero no por ello hemos de perder la noche.
Necesitaba la pasta, joder, pero hacía tanto tiempo que no… Sería sencillo dejarse cautivar por una noche. Él sabía a qué se dedicaba y, aún así, había empezado a flirtear. No ocurría nunca.
Te propongo una cosa. Nos vamos a mi habitación con una botella de champán, lo pasamos de miedo y si no te hago sentir como una diosa, te pagaré el doble de tus honorarios habituales.
¿Honorarios? Esa sí que era buena. El alquiler tenía prioridad sobre juegos y apuestas. Bastante precaria era su vida ya… Al carajo. Se daría un homenaje. No tenía nada que perder y, de ser un mal polvo, aún le sería posible ganar algún dinero.
—Trato hecho.


Solo se quitó la chaqueta y la dejó a su aire mientras encendía velas por toda la habitación, una suite junior con una cama enorme. Cuando se sintió satisfecho, apagó las luces y la estancia quedó sumida en una invitadora penumbra. Le hizo un gesto a Melisa para que se acercara. Tenía dos copas en la mano y ella se dejó llevar.
—¿Quieres que me desnude? ¿Tal vez que baile para ti? —dijo en el tiempo en que él descorchaba la botella.
—Para nada. Hoy es tu noche, solo para tu gozo.
Sirvió ambas copas hasta que la espuma jugueteó con el borde del cristal. Brindaron, aunque ella apenas mojó los labios. Su vida en hoteles y garitos le había hecho precavida. A él no le pasó desapercibido, si bien se limitó a sonreír y apurar su copa sin comentarios.
Melisa abrió la boca para decir algo, pero él le puso un dedo en los labios. De inmediato, como si hubiera sido una señal de inicio, se desabrochó la camisa sin quitársela, dejando al descubierto un vientre, esbelto sin trabajo de gimnasio. El de Melisa comenzó a hervir, había olvidado la última vez que lo había hecho por puro placer. Él sabía moverse en el límite, mostrar sin enseñar. Después se desabrochó el cinturón, aunque tampoco se deshizo de la prenda. Melisa se dio cuenta de que, en un momento impreciso del que no se había percatado, él se había quedado descalzo.
—Estoy en desventaja… —dijo sin dejar de mirar aquellas caderas que tanto prometían.
—Eres libre de hacer lo que te plazca, preciosa.
A pesar de la ausencia de cortejo, le parecía dulce y solícito, dispuesto a darle satisfacción. Decidió seguir la sugerencia al pie de la letra y se levantó para acercarse a distancia de beso. Lo abrazó por la cintura, deseosa de saber cómo encajaba con la suya. Su boca sabía a alcohol y a deseo; de súbito, anheló sentirla entre sus muslos, se separó de él y le hizo un gesto para que no se moviera de donde estaba Sentada en la cama, con la habilidad que le daba la práctica, se libró de botas y medias de rejilla. No se quitó la falda, era lo bastante corta y no llevaba nada debajo. Se echó atrás y separó las piernas con el secreto afán de que su pareja no le hiciera remilgos. Lo necesitaba y lo quería ya. Él no necesitó más que una sonrisa y la indicación de un dedo para dejar su posición de espera y arrodillarse al borde. Melisa gimió aún antes de sentir sus labios sobre su piel, en una gozosa anticipación. Si le quedaba alguna duda sobre su capacidad, se despejó enseguida. Su lengua se alternaba con besos alrededor de su sexo expuesto; se tomaba su tiempo para volverla loca. Melisa se debatía entre el deseo de un orgasmo rápido y el de dejar que campase a sus anchas por su piel con ese juego moroso en el que andaba ahora comprometido. Tenía toda la noche, había dicho él, resistiría el impulso de empujarle por el cabello y guiarlo al centro de su diana.
Se tumbó con el cuello estirado y los brazos a los lados, con los dedos entrelazados en la sobrecama al ritmo que él marcaba: suave, más fuerte, rápido y ahora lento. No es que hiciera tiempo que nadie la trataba así, es que no recordaba sensaciones tan intensas en toda su vida, calambrazos de frío y calor, latigazos de dulzura que se entretejían por los canales de sus corrientes nerviosas. Él no había llegado aún a rozar su más íntimo misterio cuando se dejó llevar por las sacudidas del primer orgasmo, corto e intenso, pero sin el hartazgo que solía conllevar; esa noche, el cuerpo le pedía más, el resarcimiento por tanto placer vendido al mejor licitador. Como él se quedara quieto, Melisa levantó por fin la cabeza para mirarlo. Lo vio allí, arrodillado frente a ella, con una mirada entre orgullosa y sumisa.
—¿Quieres más, preciosa?
Melisa asintió en silencio, golosa, sabedora de que era capaz de dárselo. Eso y mucho más.


Amaneció. Se vistió con desgana, abandonar el paraíso debería estar penado por ley.
—Te he dejado mi tarjeta en el bolso —dijo él desde la almohada.
Melisa recogió el papel y lo guardó. Su teléfono… para ella tenía ahora más valor que todo el dinero que hubiera podido ganar. No se le ocurrió ni mencionar la “apuesta” con la que empezó aquella hermosa locura. No solo no le importaba no haber hecho caja esa noche, sino que hubiera pagado por ello.
No dijo adiós al salir. Ese número anotado en el papel era garantía de que volvería a verlo, a gozar entre sus brazos y sentirlo en su interior como un pistón que le infundiera vida. No lo abrió hasta llegar a recepción, justo al darse cuenta de que, después de pasar la noche juntos, todavía no conocía su nombre:

«Valerio. Servicio de compañía. Se acepta VISA».

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Otra semana en el tajo



Había sido trabajo limpio, apenas una semana. Sin planificarlo, tirando de inspiración. Todos los personajes encajaban como las piezas del puzle tantas veces repetido. Sabía cómo daba comienzo y, sobre todo, cómo terminaría. Ya lo había hecho antes, la música de la creación; una trama sencilla que se iría destejiendo con el tiempo. Dejó el burbon sobre la mesa y se abandonó al ritmo en ese último respiro antes de dar inicio al nuevo ciclo. Como en anteriores ocasiones, había pasado del Blues al Jazz y del aroma afrutado de un gran reserva a la amargura del más delicado brandy.
Seguía sin estar satisfecho con su obra, se exigía más. Podía hacerlo mejor y su propia inconstancia era el sello de calidad. Moriría de aburrimiento si el prólogo fuera un calco de los anteriores. Era su peor crítico y, a la vez, el único.
Se puso de nuevo las gafas negras. El gran resplandor había terminado por resultarle molesto. Era demasiado tarde para introducir variaciones en ese modelo. Ya estaba registrado y, sin embargo, ya pensaba en las posibilidades que el libre albedrío podía introducir en su próximo encargo. Con un gesto de disgusto, pulsó el mando a distancia para cambiar el disco. Aquella versión de Jimi Hendrix, la duodécimo tercera desde que introdujera la psicodelia, le resultaba cansina.
Al fin y al cabo, tenía la suficiente experiencia como para saber que, a la larga, iba a dejar de gustarle y tarde o temprano, por mucho que le jodiera, sería la última vez que, al séptimo día, descansara.

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La flor del azar


El local estaba hasta arriba de gente. Las parejas tenían que alzar la voz para entenderse en una espiral ascendente de decibelios. Rober la miró con seriedad:
―Si te soy sincero, no pensaba que volvería a verte.
―No sé por qué lo dices. ¿Acaso te traté con desconsideración? ―preguntó Susana.
―En absoluto, pero en todo momento me pareció percibir que no conseguía conectar contigo.
―El amor es azaroso en extremo, Rober. No deberías esforzarte tanto y menos en una segunda cita.
―¿Esforzarme en comprenderlo?
―No, en agradar.
En realidad, lo que Susana no decía era que le había resultado un poco pelma y que acertaba al pensar que no tuvo intención de volverlo a llamar. Hasta que había surgido aquella ocasión. Y por eso estaban allí, aunque él aún no lo sabía.
―He de reconocer también que me ha sorprendido la elección del local ―prosiguió él, en un intento de congraciarse a la vez que desviaba el tema de una cuestión espinosa.
―Este… local, tiene una historia llamativa.
―Comenzando por el nombre, por supuesto ―comentó Rober, en una clara referencia a la ortografía del rótulo.
Susana asintió. La flor del azar partía, en efecto, de una intención errónea. Herminia, la propietaria, había querido homenajear su origen levantino, pero sus escasos conocimientos del castellano correcto le habían jugado una mala pasada. Cuando encargó el rótulo, olvidó la hache y hasta se permitió ignorar la pregunta bienintencionada del rotulista. De ese modo, había quedado sellado su destino hostelero. Cuando se lo explicó a Rober, éste se limitó a sonreír con suficiencia.
―De ahí su éxito.
―Su creciente aceptación como lugar de ambiente nació más bien de la capacidad de su dueña de adaptarse, de reconocer un error y seguir adelante como si tal cosa. Cuando se dio cuenta de la equivocación, no rectificó. Hizo del azar su aliado y seña de identidad.
Rober frunció el ceño, confundido.
―Herminia comenzó entonces a servir las tapas aleatorias. Te deja elegir de la carta lo que quieras acompañar a tu bebida, pero luego levanta una tapa al azar y es lo que te comes. Puede parecer insolente pero a la clientela, en lugar de enfurecerle, le hizo gracia y corrió de boca en boca. Desde aquel momento, no ha dejado de innovar en su dependencia del albur. Cuando empezó a servir menús del día, nunca sabías qué ibas a comer. Después pasó a las bebidas. Los parroquianos, cada vez más habituales, comentaban que descubrían cócteles a los que jamás hubieran concedido una primera oportunidad.
―Caray, el público es veleidoso ―dijo Rober, sorprendido de veras aunque preocupado por su intolerancia a la lactosa y a las gramíneas.
―No te preocupes, siempre podrás cambiar el plato con alguien de la mesa.
―En realidad es una mesa para dos, Susana, pero me alegra que estés tan bien dispuesta ―añadió, en otro vano intento de agradar.
―Ahí es donde radica, precisamente, la última novedad de La flor del azar. A partir de esta noche, las parejas de las mesas también se distribuirán de forma fortuita, según un sorteo que solo Herminia conoce hasta ahora. En un momento anunciarán la rotación. Como ves, no cabe un alfiler. La idea ha sido todo un éxito. Rober, de verdad, deseo que tengas mucha suerte esta noche.


Foto: La Nueva Crónica
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Vulnerable



Sombras. Borrosas, continuas, sesgadas. Desfilaban como un tren en movimiento ante el que no me restaba sino contemplar como una vaca atada por el cuello y por las piernas. Era mi realidad, observar sin ser observado, solo interrumpida por los momentos necesarios para alimentarme con un rancho insípido y las naturales necesidades de mi cuerpo. Os preguntaréis cómo alguien como yo, desconocedor del mundo más allá de las paredes de aquella caverna, podía alcanzar tales cavilaciones. No os falta razón y es por ello que me veo en la obligación de contar lo que sucedió el día que alguien, una de las sombras, detuvo su arrastrar de pies sobre las paredes rocosas, se detuvo ante mí y con un gesto de la mano hizo caer mis ligaduras antes de proseguir su eterno deambular, indistinguible entre las otras de la procesión.
Creo que me quedé largo rato parado, aguardando las pertinentes instrucciones. Nada ocurrió. Las luces de las antorchas continuaban su danza ininterrumpida sobre las cabezas de aquellos entes que, hasta aquel día, habían ignorado conocer mi existencia. O lo habían simulado. No sé qué fue lo que me impulsó a moverme en una dirección distinta a la habitual, una motivación que, por novedosa, anegaba de excitación mi bajo vientre. Tras doblar varios recovecos en los túneles, fui a dar con un tramo ascendente y, al fondo, una luz blanca que me obligaba a parpadear con fuerza en un vano intento de eludir el dolor y las gotas de líquido que mis ojos derramaban y cuyo fluir me era por completo desconocido. A tientas, logré alcanzar el otro lado, sólo para descubrir que todo cuanto me rodeaba era esa luz y una corriente de aire fresco y limpio, muy alejado del espesor que respiraba en la gruta que hasta entonces había sido mi vida.
Por fin mis ojos vencieron la pugna y se adaptaron al exterior. Los sequé con el brazo. Las siluetas cobraban formas y tonalidades nuevas, habituado como estaba a los seres monocromos que poblaban las paredes y que, ingenuo de mí, imaginaba a mi imagen y semejanza. Los sonidos, asimismo, eran metálicos o cristalinos en una gama más amplia que los susurros apagados que eran todo mi bagaje auditivo.
Traté de protegerme con los brazos extendidos ante mí mientras caminaba sin rumbo. Palpé superficies rugosas como la roca de la cueva, pero también otras texturas: unas suaves y pilosas; otras, en cambio, cálidas y pulsantes. ¿Había sido expulsado acaso de la realidad para sufrir el castigo de lo ignoto? Un estremecimiento frío recorrió mi parte de atrás. En mi deambular me había perdido. Ya no sabía dónde encontrar el refugio de mi caverna, exiliado de seguridad y confort. El miedo que creí sentir entonces era, sin embargo, un preludio. Aún restaba lo peor: el contacto embriagador y perverso con otros seres que, al igual que yo, vagaban por los senderos luminosos. Se aproximaban a mí con un gesto indefinido. Sus bocas se curvaban hacia los pómulos mientras sus ojos se achicaban al contemplarme. Tuve una fugaz visión de mí mismo con la misma mueca mirando el cuenco con el rancho. El terror se apoderó de mis piernas que cobraron vida propia y se lanzaron a una carrera sin freno. El aire corría a través de mis orificios como un torrente que me brindaba asfixia en lugar de vida. Era el final, un merecido castigo por la iniquidad de seguir el impulso de salir. La sombra me había puesto a prueba y yo había fallado. Abrí la boca y el aire expulsado se llevaba mi rabia y mi pavor en un sonido que nunca antes había escuchado y que hería mis oídos hasta perforarlos. Todo se volvió negro y sé que caí al suelo.
Echo de menos mi gruta, aunque este lugar no está tan mal. Las paredes son blancas, pero ya no me dañan. Son blandas e impenetrables. Además, me alimentan y atienden en todas mis necesidades. Y lo mejor de todo, no dejan que los demás se acerquen a mí. Ya solo me falta idear la manera de que las sombras supremas vuelvan a desfilar ante mis ojos.
Imagen: El Confidencial
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Ostracismo





Mateo dirigió con habilidad la maniobra de la transpaleta. Eran los últimos bultos del día y los acomodó sobre la estantería de arriba del todo. Las cajas se bambolearon unos segundos antes de quedar estabilizadas. Tadeo movía los labios en su dirección, pero entre la barahúnda de la nave industrial y los auriculares protectores no llegó a entender lo que le decía su compañero más allá de los aspavientos de sus brazos. Dio marcha atrás con el vehículo industrial para terminar la jornada mientras Tadeo avanzaba hasta su posición. Nunca sabría si fue a causa de la vibración de la maquinaria o que el mal fario se había levantado de mal humor. La caja que coronaba la pila, la más grande de las tres que acababa de colocar, se desplomó con un ruido seco, estremecedor, sobre Tadeo, que cayó fulminado en el acto.
La investigación posterior osciló entre la culpa, alegada por la aseguradora y la empresa, y la tesis triunfante en el último suspiro de la sobrecarga de trabajo que alegaba el letrado del sindicato que representaba a Mateo. Al salir de la sala del Juzgado de lo Social, rechazó la mano y, sobre todo, la felicitación del abogado por la sentencia que lo eximía de culpa. Tendría que reincorporarse a su puesto de trabajo y esa era una cuesta que se le antojaba imposible de escalar. Tadeo y Mateo, los «ateos» como llamaban los demás empleados al inseparable dúo de almacenistas, nunca más serían un plural. De hecho, Mateo pudo respirar el rechazo, el ostracismo, desde el mismo momento en que volvió a poner pie en el vestuario común. Los cuchicheos, las miradas de través, lo perseguían en cualquiera de las dependencias de la factoría a la que sus obligaciones lo llevasen. El capataz se acercó esa misma mañana y le abordó con gesto avinagrado:
—Mateo, yo…, siento mucho lo de Tadeo, pero esto va a afectar y mucho al clima laboral. Ya he hablado con Recursos Humanos y están dispuestos a ofrecerte una generosa suma por tu dimisión, tratada por supuesto como despido improcedente.
Mateo se encogió de hombros y dijo que se lo pensaría. ¿Qué había que pensar? Cada elemento del almacén, cada material, le recordaba sus conversaciones con su compañero. Su apelativo lo tenían bien ganado por sus charlas filosóficas a las que todos eran bienvenidos en la hora del almuerzo. Estaban dispuestos a esgrimir cualquier argumento con tal de demostrar la inexistencia de Dios, del ser superior que todo lo gobernaba. «¿Acaso no tenéis bastante con estar bajo el zapato del patrón», solía zanjar Tadeo cuando ya no le quedaban más razonamientos. «Mateo, cuando estire la pata se acabó. Ya lo sabemos, pero si me encuentro algo al otro lado, tendré que volver para que te enteres, pedazo de mendrugo», le solía decir entre risotadas y palmadas en el muslo.
Pero Tadeo no había regresado. Nunca lo haría. Los tres meses transcurridos desde el accidente, habían pasado con la lentitud de un tren de mercancías y todo parecía indicar que así sería en adelante. Aceptaría la oferta de la empresa. Le quedaban dos años para optar a la prejubilación y, como buen soltero, no tenía grandes necesidades. Renunciaría incluso a la indemnización. Se arreglaría con el paro. Lo contrario significaba aceptar un dinero sucio que se le atragantaría como un veneno espeso.
Volvió al vestuario con la intención de presentarse ante el capataz sin el mono de trabajo. Ya no se sentía parte de aquella plantilla ni lo había hecho desde el infausto día del suceso. Se sentó en el banco gastado por los traseros de incontables obreros en innumerables jornadas laborales. Un escalofrío provocó una violenta sacudida de sus hombros. Miró en derredor, no existía motivo para la súbita corriente gélida. Comprobó el ventanuco de las duchas. Cerrado. Qué insensato pensar que Tadeo le daba un mensaje desde el Más Allá, aunque la idea se había instalado en su cerebro sin saber cómo había llegado hasta ahí. Hizo un nuevo intento de cambiarse de ropa y la sensación lo recorrió de nuevo de la cabeza a los pies. Se puso en pie, taconeó con fuerza las botas de seguridad y salió en dirección al almacén. La jornada terminó con un bufido del capataz cuando Mateo rechazó la oferta de dimisión. Puede que fuera una idea absurda, pero Tadeo siempre tuvo cierta tendencia hacia lo melodramático.
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Apareadero 13



Cuando entré en el pub, ya había bastante gente. Me apresuré a pedir un trago y a coger uno de los últimos asientos que restaban. Quedarse de pie en una esquina equivalía a parecer uno de esos chicos que nunca bailaban en las fiestas de antaño. Y no estaba dispuesto, por mucho que los nuevos métodos me parecieran tan absurdos.
Encendí mi tableta y eché un vistazo a mi alrededor virtual; me había documentado, no quería parecer un novato o un bicho raro. Mirar directamente al personal no estaba bien visto, sólo superado en la escala de exclusión social por levantarse y entablar una conversación cara a cara. Gente de todas las edades y orientaciones sexuales se concentraba ya en sus dispositivos. Algunos tecleaban con avidez en las primeras charlas privadas. Me pregunté por la mejor forma de abordar un diálogo trivial, mientras repasaba las distintas fotos de perfil. Mucha niña mona pero ninguna sola. Las más jóvenes aparecían ya con el piloto en gris de «ocupado». Tampoco se hallaban entre mis objetivos. Nunca he sido un viejo verde y no iba a empezar entonces. Por fortuna, quedaban mujeres de edad aproximada a la mía, un poco por encima o por debajo; aunque la estadística reducía mis posibilidades, tenía claro lo que buscaba.
Desperdicié un tiempo precioso en ojear perfiles de otros varones heterosexuales en la sala. Pintaba bien, el porcentaje estaba bastante equilibrado. De repente, se abrió una ventana en mi pantalla. Una chica con el pelo azul y la nariz repleta de perforaciones me saludaba, sonriente. Le respondí con entusiasmo. En el tiempo que llevaba conectado, no había cosechado ni un solo «Me gusta» lo que disminuía considerablemente mi atractivo social. Esperaba que no fuera una broma, parecía la oportunidad perfecta de mejorar la situación. «¿Eres tú ese que escribe libros? Soy Dionis, la librotubera. Hice una reseña de tu novela en mi video blog».  He de confesar que me puse nervioso, pero atiné a abrir una ventana para hacer una búsqueda paralela. Ahí estaba. La leí en diagonal. No me sonaba, pero la primera frase de la crónica tenía dos faltas de ortografía y afirmaba que era un narrador omnisciente el que contaba la historia. Casi se me atraganta el Jack Daniels; era mi único libro escrito en primera persona. «Gracias, Dionis, por tomarte la molestia», respondí. Era lo menos que podía hacer tras tres estrellas sobre cinco en la valoración. Se despidió con un icono de beso al aire y lo mejor de todo: un «Me gusta» que me animó a seguir en el intento.
Media hora más tarde, apagué la tableta. ¿Qué estaba haciendo un tipo como yo en Apareadero 13? Había iniciado un puñado de conversaciones intrascendentes tratando de hacerme el interesante y estaba hastiado. Dormiría solo, pues no iba a seguir el juego al sistema social impuesto. Recogí mi chaqueta y me puse de pie, desafiante. Las miradas de reojo, al punto de escándalo, eran seguidas por vertiginosos cotilleos sobre los teclados.
Y entonces la vi. Sola en una mesa. El pelo oscuro en una melena lisa con el flequillo recto, los ojos ocultos tras una gafas demasiado grandes para su rostro y un brindis mudo en mi dirección. Mi dignidad exigía salir en plan torero, el mentón al cielo, pero soy débil. Lo reconozco. Entre los dos ya habíamos quebrantado unas cuantas normas. ¿Qué importaba una más? «Ni siquiera has encendido ese trasto», le dije mientras señalaba su dispositivo sobre la mesa. «Llevo semanas esperando algo así», respondió. Me acerqué a distancia de contacto físico y alargué la mano para presentarme. Ella la estrechó y se estiró para besar mis mejillas en un protocolo en extinción. «¿Buscas el amor de tu vida?». La pregunta era de seguro una trampa, pero fui sincero: «Todos los de mi vida lo han sido». Con mi mano aún en la suya, me sacó del local. Sólo restaba rematar la noche sin un gatillazo.


Imagen: El confidencial
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La luna de tu reflejo



Abrió el sobre, por fin había llegado la carta con la tarjeta que lo acreditaba como Amigo del museo del Prado. Sin embargo, se sorprendió con el contenido: a la carta, que lo recibía como miembro del club y agradecía su interés, se adhería con un pegamento delicado una tarjeta de plástico que brillaba como el sol, mucho más áurea que la de un directivo bancario. La sostuvo entre los dedos, pensativo. Era el mejor regalo que le hubieran hecho jamás. Le proporcionaba acceso ilimitado a todas las salas e incluso disponía de una hora adicional al horario de apertura al público. Sonó la alarma de su teléfono. Tenía tiempo de sobra para su cita con Piluca, pero tampoco podía dormirse en los laureles. Aparcó el misterio hasta que pudiera preguntar en la oficina.
Se duchó y acicaló con mimo. Volvió a la habitación para mirar la nueva tarjeta que había depositado sobre la mesilla. Una vez vestido, se giró para mirarse en el espejo y la impresión lo lanzó hacia atrás hasta dejarlo sentado sobre la cama, sin aliento. Lo que veía no era su propio reflejo en el dormitorio, sino un paisaje lleno de colorido por el que se movían con total libertad las figuras oníricas del tríptico del Bosco; era el puñetero jardín de las delicias y en medio del mismo se encontraba él con los ojos perplejos. Parpadeó varias veces pero la imagen persistía. Una segunda alarma irrumpió en ese momento para recordarle que tenía el tiempo justo para recoger a Piluca. Apretó sus dedos entrelazados como si el dolor auto infligido pudiera sacarlo de aquella pesadilla. A duras penas consiguió levantarse y salir para coger el metro. Ya habría otro momento para meditar sobre lo sucedido, a menos que fuera una alucinación pasajera por la emoción y de la que se reiría después. Se moría de ganas de contarle a Piluca lo de su nueva tarjeta de amigo del Prado, convertida ya en su tesoro más preciado.
La tarde transcurrió tranquila. A diferencia de ocasiones anteriores, Piluca no le presionó para que se fueran a vivir juntos. Valentín era un lobo solitario y las experiencias del pasado le habían vuelto retraído. Lo agradeció con un gesto insólito: ofreció a Piluca tomar el té en su casa. Ella aceptó encantada. Nunca antes había accedido al sanctasanctórum de Valentín y le pareció la ocasión pintada para lograr un mayor acercamiento.
Se sentaron muy juntos en el sofá y Valentín terminó cediendo a los arrumacos y a los besos robados. La tomó de la mano y, sin acordarse de lo acontecido antes de salir de casa, la llevó a su dormitorio. Se desvistieron con prisa, con el ansia del descubrimiento. El abrazo los iba rotando hasta que Valentín quedó enfrentado al espejo. Exhaló un gemido ahogado. Tras la imagen de la espalda desnuda de Piluca se extendía un bosque oscuro y, sobre su fondo negro, un árbol de contornos precisos que conocía a la perfección: el del bien y del mal en el Edén. 
Al notar el sobresalto, ella se dio la vuelta y contempló la imagen de ambos, rodeados de los muebles de la habitación. «¿Te gusta lo que ves?», preguntó al ver la cara de pasmo de Valentín, que acertó a afirmar con la cabeza y fijarse en el reflejo dorado sobre el suelo pedregoso de la pintura que él sí veía. Sin apartar la mirada, alargó la mano hasta que atrapó la tarjeta sobre la mesilla y en la que Piluca, llevada por el ardor de los besos, aún no había reparado. Valentín se la ofreció y, nada más posar los dedos en ella, Piluca se abrió a la visión del Paraíso. No tenía miedo, sabía exactamente lo que tenían que hacer. «Tranquilo, tontorrón. Este es nuestro momento», le susurró al oído y, tirando de él, se adentraron en la imagen fluctuante del espejo que los absorbió hasta formar parte del lienzo. Un Adán y una nueva Eva para un nuevo comienzo. Valentín se desvaneció de la realidad con un último pensamiento: «Ojalá hubiera sido la Merienda a orillas del Manzanares de Goya y Piluca, la vendedora de naranjas perfecta».


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