Foto de familia

Martina llevaba el nombre de su abuelo y era lo único que había hecho por ella. Nunca logró comprender por qué llevaba el de un ser ausente y al que no se nombraba en casa, sobre todo desde que su padre, un alto cargo del partido en un Ministerio, discutiera con la tía Brígida. Sabía por sus primas que estaba vivo y que residía en el extranjero, pero poco más. Cuántas veces se preguntó, siendo una niña, por qué ella no podía, al igual que sus compañeras del colegio Santa Patricia, recibir dulces en Navidad o escuchar a su abuelo contarle un cuento. El bigotillo de su padre se fruncía ante la mera mención de su progenitor e, incluso, le propinó un sopapo el día de su Primera Comunión… Jamás le perdonó haber tenido que posar ante el altar con media cara enrojecida. Y se lo pagó con una actitud rebelde, sobre todo durante los años de universidad. Época de consignas revolucionarias ante hileras de uniformes grises.

«Parezco una anciana perdida en sus recuerdos», pensó Martina, mientras miraba, a través de la ventanilla del tren, los bosques cerrados. «Qué demonios hago aquí, dirigiéndome hacia un pueblo perdido en los Alpes, con la de trabajo que tengo pendiente en la notaria».
Nieta… Se había referido a ella como querida nieta y con sus letras demostraba saber de ella mucho más de lo que ella conocía sobre él. Porque Martina, harta de recibir silencios y negativas, encerró, en una caja de muñecas, su recuerdo junto a los restos de la infancia. En la misiva le rogaba que se reuniera con él, sin embargo, no explicaba los motivos que le impedían viajar a España ni el porqué de su distanciamiento secular. Solo había recibido de su abuelo más preguntas e incógnitas, además de aquel extraño llavín con el que no dejaba de juguetear. ¿Qué se había removido en sus entrañas para decidirse a viajar? Quería pensar que era un acto más de rebelión ante su padre, con el que hacía tiempo que no se hablaba, pero sabía, en lo más profundo de su alma, que había algo más. Tal vez una llamada de la sangre, un modo de cerrar heridas o de pasar esa página de su vida.

***

Su francés era más bien escaso y los lugareños no eran ni hospitalarios ni bilingües. Tuvo que hacer un esfuerzo en la estación para hacerse entender y pedir un taxi. No había tal cosa en el pueblo y, más por señas y gestos que por palabras, le dieron las señas de Pascal, que tenía voiture, palabra que sí había aprendido en las monjas. Con el sobre en la mano para mostrar la dirección que buscaba, llamó a la puerta del tal Pascal.

—¿Pascal? —preguntó con timidez Martina. No tenía claro si podría hacerse entender—. Je voulé…

—Entra, paisana. No te esfuerces tanto —contestó el hombre con rudeza. Martina se quedó en la puerta, renuente a entrar en el hogar de un extraño, aunque hablara español sin acento—. Puedes llamarme Pascual —añadió, adentrándose en la casa sin esperarla.

Se sentaron a la mesa de la cocina. Era rústica, pero estaba limpia y unos pimientos rojos se secaban en tiras colgados por encima de la chapa de leña. Martina se sintió a gusto, pese a todo.

—Siento mucho lo de tu abuelo, niña —dijo Pascual de sopetón y de golpe se quedo callado.

A Martina le temblaba el labio inferior y trató de resistir el escozor repentino en los ojos. Quiso convencerse de que era rabia por un viaje en balde.

—Entonces, ¿he llegado tarde? —preguntó en pugna con su propia voz.

Pascual asintió y echó mano al bolsillo, de donde sacó un paquete de Gauloises. Martina rechazó el cigarrillo ofrecido y él encendió uno con lentitud, mirando al techo, como si rebuscara entre sus recuerdos.

—Hacía días que el viejo Martín no bajaba al pueblo. Ni a comprar. —Dio una larga calada y continuó—: No me gusta molestar a nadie, pero se me hacía demasiado raro… Subí a la cabaña por primera vez desde que se la había alquilado.

»Lo encontré en su cama, con el rostro en calma. Está enterrado en el cementerio de la parroquia —añadió señalando con el pulgar a su espalda, como si Martina ya supiera dónde se situaba la iglesia.
Martina, sin saber por qué, sacó del bolso el sobre con la carta y se la mostró. «Él quiso que yo viniera a visitarlo, ¿sabe?», comentó a su anfitrión. Pascual se encogió de hombros.

—Me vendrá bien que alguien retire sus cosas. Si estás preparada, yo mismo te subiré en el coche.

***

Martina abrió la puerta de la cabaña. Los recuerdos de la ausencia se mezclaban con el polvo que el aire agitaba en la entrada. Se sintió como una intrusa. Una vez dentro, se demoró encendiendo, una por una, las lámparas del salón, recubierto de madera. Nadie hubiera dicho, ante el tosco aspecto del exterior, que aquello fuera algo más que un refugio alpino. Conforme la luz arrinconaba las sombras, Martina abría cada cajón en riguroso orden. Era una dilación voluntaria ante la llamada silenciosa que provenía del dormitorio, el retraso de un momento temido y ansiado al mismo tiempo. Volvió al salón y se sentó frente a la chimenea, ahora fría y desolada, como hubiera hecho él, sintiendo el peso de los años y de la historia viva. Sus ojos quedaron prendidos en la araña de cristales brillantes que colgaba del techo. De ahí pasaron a la biblioteca. ¿Qué mejor manera de conocerlo que a través de sus lecturas? Apoyó ambas manos en los reposabrazos para salir del mullido acomodo al que se había dejado llevar por unos minutos. Se entretuvo, con maniática insistencia, en cada cajón y balda de camino a la estantería. Un mechero de gasolina, necesitado de piedra y combustible, era el único objeto fuera de uso. El resto: pañuelos alineados, impolutos manteles o calzado bien lustrado parecían esperar a su dueño, como si, de un momento a otro, la puerta fuera abrirse y el abuelo, tras sacudirse la nieve de las botas, se acercara a descansar junto al fuego. ¿Por qué ese retiro remoto? ¿Qué verdad escondía esa cabaña de troncos? Martina dilataba las respuestas, mientras miraba la bien surtida colección de narrativa y pensamiento. Nada llamaba su atención. Con el acicate de una decepción anticipada, empujó el picaporte de la habitación, lugar en el que el abuelo pasó sus últimas noches. Como cabía esperar era un dormitorio espartano, una cama estrecha, la mesilla con su lamparita, un espejo con palangana… y debajo de la ventana, pegado a la pared, vio un cofre con un paño bordado sobre la tapa. Cogió la llave que tenía colgada al cuello y la deslizó con facilidad en la cerradura. Dudó unos instantes antes de abrirlo y contuvo la respiración cuando por fin lo hizo. Después de todo, no era más que un viejo álbum de fotos que reposaba sobre un uniforme de miliciano. Al abrirlo, cayó de entre las hojas un documento, tan ajado como las fotografías que lo acompañaban: la denuncia que lo había obligado al exilio, firmada por su propio hijo.

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El libro de las historias fingidas

Hoy quiero compartir mi alegría. La editorial Atlantis, a través del sello Netwriters, va a publicar mi primer libro, titulado "El libro de las historias fingidas". ¿Un libro de relatos? ¿Una novela? Al igual que las Mil y una noches, tiene un poco de ambas. Os invito a descubrirlo por vosotros mismos, queridos lectores.
Prometo manteneros informados acerca de las fechas (próximas, marzo o abril de este mismo año) de publicación y las presentaciones, que serán en Bilbao y en Madrid, en principio.
He creado un espacio propio para los personajes de esta nueva aventura (El libro de las historias fingidas) y ya tenéis a vuestra disposición el book-trailer:





Con todo mi cariño.
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Demostración práctica




La expectación era máxima cuando por fin el doctor Cooper se dignó a salir al escenario. Su conferencia era la estrella del simposio y el auditorio rebosaba de público.

Se aproximó al estrado con su figura espigada cubriéndolo como una mantis religiosa. Le dio unos golpes al micrófono y saboreó el silencio ansioso que rellenaba todos los huecos de la sala. A continuación, retiró la tela negra que cubría un artefacto de diseño minimalista.

—Estimados colegas, damas y caballeros. Como saben, se ha publicado en las principales revistas científicas, he logrado resolver las ecuaciones finales de la Teoría de Cuerdas, demostrando así la existencia de universos paralelos y la infinitud de probabilidades.

»Tienen en el dosier toda la documentación al respecto, por lo que no me extenderé en explicaciones que, por otro lado, les costaría seguir…

Se extendió por el auditorio un murmullo de risas y miradas airadas por igual antes de continuara.

—Este dispositivo que he desarrollado es la primera aplicación práctica de la misma. Cuando apriete este botón —dijo señalando un pulsador de color rojo—, cambiaremos de inmediato de realidad, pasando a la más cercana de las probabilidades.

Cooper esperó a que amainaran los murmullos de asombro y curiosidad.

Clic.

—Como iba diciendo, nos encontramos ahora en un universo diferente en el que toda la realidad ha sido alterada por mi acción de pulsar el botón, distinto, por ejemplo, de aquellos en los que no lo hubiera hecho, no habría resuelto la ecuación o construido el dispositivo y así hasta el infinito.

Volvió a cubrir el dispositivo y lo recogió para llevárselo junto con su portafolios.

—Como decía, tienen toda la documentación en el dosier. Disfruten de la velada, buenas noches.

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