No puedo huir de nuevo



Era la primera vez que cogía ese tren. Los postes aparecían borrosos en su visión periférica, concentrado como estaba en el rostro de la desconocida que se sentaba en el asiento de enfrente. Se parecía tanto a ella… No era persona de entrar en conversaciones improvisadas a fin de amenizar el tedio del viaje y mucho menos de forzar un acercamiento. Contrario a su costumbre, sin embargo, reaccionó como una centella cuando, al frenar el convoy con brusquedad, salió disparado del asiento y estiró los brazos a tiempo de sujetar el equipaje que se cernía sobre el tocado de la mujer. De pie, en equilibrio peligroso sobre las punteras de los zapatos, acertó a empujar la maleta de vuelta a su lugar.
—Disculpe, no he podido evitarlo… —se excusó, azorado. La postura salvadora del sombrero, y tal vez de la cabellera que cubría, había acercado sus caderas al rostro de ella, dejándolos en una situación embarazosa.
—No se preocupe, ha sido usted muy galante.
Se giró para evitar el apuro y acertó a bajar la ventanilla tras varios intentos. Asomó la cabeza y anunció que la vía parecía obstaculizada por un vehículo. Regresó a su asiento, dejando que la brisa del atardecer rebajara el ardor de sus mejillas. Pese al momento de embarazo, los ojos que lo observaban a través del velo de rejilla brillaban con diversión.
Desde el pasillo les llegó la voz del revisor con la noticia de que estarían detenidos no menos de dos horas. Encendieron sendos pitillos y se interrumpieron varias veces antes de que consiguieran iniciar una conversación fluida. Tras las frases de cortesía, llegó la temida pregunta:
—¿Viaja usted a Paris?
Antes de responder, exhaló el humo para darse tiempo a afrontar la respuesta. Decidió, finalmente, que ya era hora de volver a ser el Rick de siempre.
—En efecto, viajo desde Casablanca, y creo que es el momento de retomar una gran amistad.

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Regocijo


Hilaria se abrió paso en silencio entre las que rodeaban el cadáver. Bajo el sol del mediodía, una miríada de insectos volaban ya sobre el cuerpo. A pesar de la autoridad que irradiaba, le costó hacerse un hueco en el círculo. Cuando por fin llegó al centro, se detuvo a observar unos instantes. Ser la primera era su privilegio. Se pasó la lengua entre los labios y se abalanzó sobre las costillas abiertas. Las risas del resto de las hienas acompañaron el festín de su líder.
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