Ludopatía

A Celso Páramo no le gustaba perder ni a la grija. Cuando su esposa apareció el sábado por la noche en el dormitorio con un camisón vaporoso y su sonrisa más traviesa, tuvo un mal fario como de carreras de galgos. Ella puso una rodilla en la cama en la que él, todavía con las gafas y el pijama, releía los resultados del baloncesto. La mujer se llevó las manos cerradas a la boca y sopló sobre ellas, antes de lanzar unos dados que rodaron sobre la mesilla con un tintineo traidor. «Son unos dados eróticos», dijo y Celso Páramo, dejando el periódico a un lado con un suspiro, supo que ese encuentro acabaría en derrota.


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El sueño de sus sueños



Por una vez, Sarah no tendría que enfrentarse a la decisión rutinaria entre cereales y somníferos o cereales y vino blanco. Stacey le había conseguido una plaza en un programa experimental: el proyecto Nyx. Si la documentación que le entregaron en la farmacéutica era correcta, una sola de esas pastillas la dejaría frita, con el efecto añadido de poder elegir lo que iba a soñar. ¿Sería aquel el final de sus espantosas pesadillas? Deseaba creerlo con todas sus fuerzas, pero el terror estaba tan incrustado en sus entrañas que le costaba aceptar que hubiera una solución al penoso estado en el que se hallaba sumida.
El viaje en tren lo pasó pensando cuál sería su opción. Lo primero que le vino a la mente fue un viaje por mares paradisíacos a bordo de un velero. Si no podía llevarlo a cabo en la vida real, debido a su facilidad de marearse hasta en los ascensores, aquella era una buena elección. Además, disponía de píldoras para treinta días. En el caso de que la utopía funcionase, tendría un amplio abanico de aventuras para correr. Aventuras… ¿Por qué no añadir un poco de sal a su primera experiencia? Un capitán moreno de hombros torneados aferrado al timón no le haría daño. Fuera el efecto placebo o no, cenó en paz por primera vez en mucho tiempo y se acostó sin el pánico habitual. El prospecto recomendaba que cuando empezara a dormirse visualizara las imágenes más vividas de las escenas con las que deseaba soñar. Los componentes químicos, inocuos por supuesto, y los nanobots en el torrente sanguíneo directo a las sinapsis mentales harían el resto.
Despertó y tuvo que agitar el despertador como una coctelera para comprobar que habían transcurrido… ¡diez horas! Era increíble, tenía la sensación de que apenas acababa de cerrar los ojos. Se puso en pie, se estiró y recordó cada momento de lo que acababa de vivir. Y disfrutar… Conforme las sensaciones volvían a ella, envueltas en los cinco sentidos, el cosquilleo del placer se apoderaba de todo su cuerpo. No solo estaba en forma y descansada por completo, sino que estaba excitada hasta el punto de necesitar una ducha serena para tranquilizarse. Ese Nyx era la bomba, ya estaba deseando que llegara la noche de nuevo. Volvió a su puesto de trabajo, aunque no le esperaban debido a la baja laboral que arrastraba por el insomnio galopante. Una vez más, fue ella misma.
Y en su cama soñó. Y soñó que estaba soñando y en sus sueños, a veces, despertaba. Dejó el trabajo al poco de regresar. Se limitaba a pedir nuevas cajas de pastillas y vivir de la subvención de la empresa que fabricaba el Nyx. Se prestó como voluntaria a cuantos ensayos clínicos se propusieron, a pesar de ser advertida constantemente de los riesgos cada vez mayores.

Seis meses más tarde, la farmacéutica cerró el proyecto y quebró. Los sesenta sujetos presentaban una narcolepsia crónica y un nulo deseo de seguir con sus vidas fuera del mundo onírico en el que sus mentes habían quedado ancladas. Sarah, encerrada en una habitación de paredes mullidas, solo era capaz de balbucear: «quiero otro Nyx».
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