En la hora incierta en la que los desvaríos del sueño se
derriten, me encontré con aquel oriental que, desde el vano de la puerta de mi
habitación, me ofrecía una bolsa de Doritos con expresión compungida en un
alarde de «yo pasaba por aquí».
Congelado entre el impulso de salir
corriendo, aunque el intruso bloqueaba la única salida, y el de abalanzarme
sobre él en legítima defensa, los jadeos de mi corazón me despertaron de nuevo.
Todo estaba igual, excepción hecha del asiático fruto de mi imaginación. No
creía en los sueños premonitorios, viajes astrales ni en el destino, ya
puestos. Me hice fuerte en mi empecinamiento para no recorrer el resto de las
estancias del piso. Si alguien había violado la intimidad de mi domicilio, o se
había marchado ya o era más silencioso que la noche misma. Una bolsa de
productos salados… Me reí de mi propia credulidad sin llegar a tranquilizarme
del todo. En cualquier caso, quedaba poco para el toque del despertador y, a
pesar del fresco de la mañana que, como todos los días de invierno, ganaba la
batalla a la calefacción del día anterior, el sudor dejaba en el pantalón del
pijama esa sensación de incomodidad que solo la ducha se llevaría consigo junto
a lo que me quedaba de inquietud onírica.
El día transcurrió como todos.
Clases, reuniones, grupo de debate. La pesadilla, si es que así podía
considerarse, se había diluido como las sombras de la caverna de Platón que,
por enésima vez, me esforzaba por iluminar en los parietales de mis alumnos de
secundaria. «¿Para qué sirve la Filosofía?», me preguntaban con inmisericordia
y yo cambiaba los argumentos por hombros encogidos.
A segunda hora, la pregunta repleta
de mala leche estuvo a punto de recibir por respuesta que para descubrir
asaltantes del Lejano Oriente apestando a salsa barbacoa. Por fortuna, me
contuve pues solo habría conseguido un rapapolvo del director mientras se
atusaba la gomina o, como mucho, alguna ingeniosa pintada nueva en las paredes
de los baños, si es que alguien aún escribía.
Ni me llevé de vuelta a casa la
cartera llena de ejercicios para corregir. Me apetecía caminar y no compartir
hedores de transporte público. Así pude detenerme a contemplar los escorzos de
una equilibrista callejera o echar unas monedas a una ex toxicómana que se
ganaba la vida recitando de memoria poemas clásicos como si fueran propios. Al
levantar la vista del exiguo gorro que hacía las veces de hucha solidaria me
topé, por segunda vez en el día de las segundas veces, con unos ojos rasgados
que se abrían de sorpresa tanto como los míos. Era el hombre de los Doritos
que, inopinadamente, salió corriendo entre los transeúntes como alma que
llevara el Diablo. Descarté de inmediato todos los pensamientos que sobre
serendipias y asuntos paranormales acudían en chorro a mi cabeza. De todos
modos, ¿qué posibilidades tenía de encontrar la Filosofía en el cinturón de la
M30?