Milagros, los justos



El embalsamador jefe, agotado, dejó caer el frasco de ungüento sobre la mesa de operaciones. «No puede ser, logré este puesto porque jamás he fallado en mi labor», masculló. En veinticinco años de carrera, solo había obtenido menciones y parabienes. Sin embargo, con el diácono habían fracasado todas sus técnicas, tanto las clásicas como las innovadas por él mismo. Una sospecha se hizo hueco en su frustración. Giró en la silla para encarar el ordenador. Una clave tras otra le impedían el acceso al registro de procedencia. Con el hedor del cuerpo en sus fosas nasales, llamó a Ramírez, el subsecretario. «¡Qué diácono ni qué narices! Lo que tienes sobre tu mesa es un concejal multimillonario».
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El último giro del cilindro



Anselmo barría los pelos alrededor de las butacas, impecable en su bata blanca aunque llevase seis horas dedicado a su trabajo.
—Deberías modernizarte, Anselmo —comentó desde su esquina Marce por enésima vez en su dilatada amistad. No apartaba la mirada de la tablet de pantalla gigante que había sustituido, hacía poco, al habitual diario en papel.
—La Madriguera ha sido la peluquería del barrio desde que la abrió mi abuelo.
—Bien puedes decirlo —dijo Marce con sorna, mientras señalaba el cilindro de franjas azules, rojas y blancas que giraba en el exterior anunciando el establecimiento.
—No chirría —contestó Anselmo, herido de nuevo en su orgullo profesional—. Hay cosas que están bien como están. No me dirás que es más cómodo leer las noticias en ese cacharro.
Marce apoyó el dispositivo en sus rodillas y lo giró para que el barbero pudiera ver cómo reproducía la repetición del último gol in extremis del Real Madrid.
Anselmo bufó por debajo de su cuidado mostacho. Sonó la campanilla de la puerta, anunciando un nuevo cliente. Parpadeó sorprendido. Era un rep, uno de esos androides que solo veía en televisión y que la industria había dado en llamar, en su soberbia, “replicantes”. El barbero dudó. Era la situación más embarazosa de sus más de veinte años de profesión, aunque se rehízo y sonrió al tipo. Seguro que se había perdido para acabar en el arrabal.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Un afeitado con espuma, por favor —respondió el rep con una voz tan humana como la de cualquiera. Los hombres mecánicos carecían de vello facial y el cabello de la cabeza era un implante fijo, al que reconocía un efecto bastante logrado. Titubeó pero el rep no hizo ademán de sentirse molesto. Señaló una de las butacas como pidiendo permiso y Anselmo asintió. Miró de reojo a Marce que había perdido el interés en los resultados deportivos para centrarse en la atracción del día.
Anselmo colocó la capa de corte sobre los hombros del rep y giró el asiento para enfrentarlo al espejo. Un cliente era un cliente viniera de donde viniese y, aunque le gustaran las tradiciones, no le haría un feo. Él era un profesional. Extendió con calma la crema sobre el rostro lampiño después de aplicarle los paños calientes para dilatar uno poros inexistentes. Miró el expositor de cuchillas y se decidió por la sobria Shaver, la más sencilla de su colección. Dejó la hoja en suspenso sobre la piel artificial y por fin se decidió a empezar. Marce lo contemplaba desde su rincón con los ojos desbordados. Le demostraría que podía ser tan moderno como cualquiera para acallar sus continuas críticas. Apoyó la herramienta bajo la barbilla del rep y la deslizó a contrapelo. Se escuchó un chasquido. Perplejo, la sumergió en la bacinilla para limpiarla y descubrió una cuchilla destrozada por el material sintético ultra resistente de la piel del replicante. «Quieres jugar duro, ¿eh?», masculló de forma inaudible. Marce, a sus espaldas, reía por lo bajini. Empezaba a cabrearse de nuevo. No podía echar al rep sin quedar expuesto a una denuncia por discriminación, pero tampoco podía romper toda su herramienta. Haciendo acopio de paciencia, encendió el reproductor de discos y seleccionó el aria de Fígaro. Se giró levemente hacia Marce y le brindó una sonrisa. Acto seguido, y sin quitar la funda de plástico que protegía las hojas, empezó a retirar la espuma con los mismos movimientos con los que hubiera afeitado a cualquier otro cliente. Tarareaba la música entre dientes y, en un santiamén, el rep quedó tan afeitado como había entrado. Con el paño terminó de limpiar los restos de crema y hasta le aplicó una loción aromática. El hombre artificial se quedó mirando el espejo, impasible. Por fin asintió y echó mano a la billetera.
—Te has ganado un nuevo cliente, Anselmo —dijo Marce cuando aquel hubo salido.
—Si me ha dejado propina y todo. Solo quería ser uno más.
—¿Adónde vas con el destornillador, barbero?
—A quitar ese dichoso letrero. Voy a poner uno digital. Bien grande.


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Soñó que moría de lunares


La profética pesadilla cambió su mundo. Dejó su carrera como jockey porque empezó a aborrecer los puntos de colores de su vestimenta. Renunció a comer albóndigas por su disposición sobre la salsa del plato y era incapaz de soportar la visión de un vestido de faralaes o los de la mismísima Minnie Mouse.

Nadie le advirtió que, por ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca, se podía también morir de amor.
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