Anselmo barría los pelos alrededor de las butacas, impecable
en su bata blanca aunque llevase seis horas dedicado a su trabajo.
—Deberías modernizarte, Anselmo
—comentó desde su esquina Marce por enésima vez en su dilatada amistad. No
apartaba la mirada de la tablet de pantalla
gigante que había sustituido, hacía poco, al habitual diario en papel.
—La Madriguera ha sido la peluquería
del barrio desde que la abrió mi abuelo.
—Bien puedes decirlo —dijo Marce con
sorna, mientras señalaba el cilindro de franjas azules, rojas y blancas que
giraba en el exterior anunciando el establecimiento.
—No chirría —contestó Anselmo,
herido de nuevo en su orgullo profesional—. Hay cosas que están bien como
están. No me dirás que es más cómodo leer las noticias en ese cacharro.
Marce apoyó el dispositivo en sus
rodillas y lo giró para que el barbero pudiera ver cómo reproducía la
repetición del último gol in extremis
del Real Madrid.
Anselmo bufó por debajo de su
cuidado mostacho. Sonó la campanilla de la puerta, anunciando un nuevo cliente.
Parpadeó sorprendido. Era un rep, uno
de esos androides que solo veía en televisión y que la industria había dado en
llamar, en su soberbia, “replicantes”. El barbero dudó. Era la situación más
embarazosa de sus más de veinte años de profesión, aunque se rehízo y sonrió al
tipo. Seguro que se había perdido para acabar en el arrabal.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Un afeitado con espuma, por favor
—respondió el rep con una voz tan
humana como la de cualquiera. Los hombres mecánicos carecían de vello facial y
el cabello de la cabeza era un implante fijo, al que reconocía un efecto bastante
logrado. Titubeó pero el rep no hizo
ademán de sentirse molesto. Señaló una de las butacas como pidiendo permiso y
Anselmo asintió. Miró de reojo a Marce que había perdido el interés en los
resultados deportivos para centrarse en la atracción del día.
Anselmo colocó la capa de corte
sobre los hombros del rep y giró el
asiento para enfrentarlo al espejo. Un cliente era un cliente viniera de donde
viniese y, aunque le gustaran las tradiciones, no le haría un feo. Él era un
profesional. Extendió con calma la crema sobre el rostro lampiño después de
aplicarle los paños calientes para dilatar uno poros inexistentes. Miró el
expositor de cuchillas y se decidió por la sobria Shaver, la más sencilla de su
colección. Dejó la hoja en suspenso sobre la piel artificial y por fin se
decidió a empezar. Marce lo contemplaba desde su rincón con los ojos desbordados.
Le demostraría que podía ser tan moderno como cualquiera para acallar sus
continuas críticas. Apoyó la herramienta bajo la barbilla del rep y la deslizó a contrapelo. Se
escuchó un chasquido. Perplejo, la sumergió en la bacinilla para limpiarla y
descubrió una cuchilla destrozada por el material sintético ultra resistente de
la piel del replicante. «Quieres jugar duro, ¿eh?», masculló de forma inaudible.
Marce, a sus espaldas, reía por lo bajini. Empezaba a cabrearse de nuevo. No
podía echar al rep sin quedar
expuesto a una denuncia por discriminación, pero tampoco podía romper toda su
herramienta. Haciendo acopio de paciencia, encendió el reproductor de discos y
seleccionó el aria de Fígaro. Se giró levemente hacia Marce y le brindó una
sonrisa. Acto seguido, y sin quitar la funda de plástico que protegía las
hojas, empezó a retirar la espuma con los mismos movimientos con los que
hubiera afeitado a cualquier otro cliente. Tarareaba la música entre dientes y,
en un santiamén, el rep quedó tan
afeitado como había entrado. Con el paño terminó de limpiar los restos de crema
y hasta le aplicó una loción aromática. El hombre artificial se quedó mirando
el espejo, impasible. Por fin asintió y echó mano a la billetera.
—Te has ganado un nuevo cliente,
Anselmo —dijo Marce cuando aquel hubo salido.
—Si me ha dejado propina y todo.
Solo quería ser uno más.
—¿Adónde vas con el destornillador,
barbero?
—A quitar ese dichoso letrero. Voy a
poner uno digital. Bien grande.
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