CAZADORA DE SUEÑOS


Beatriz deseaba, más que nada en este mundo, ser concertista de piano. «Escenarios, camerinos, entrevistas, ramos de flores…», pensaba. Estaba a las puertas de la adolescencia aunque todavía tenía frescos en su memoria los cuentos de la abuela Lola a la hora de acostarse. Su favorito: «El cazador de sueños», la historia de un apuesto joven que cabalgaba sobre los anhelos de las personas, haciéndolos realidad cuando le venía en gana. No había fantasía que se resistiera. La abuela decía que el cazador era la más esquiva de las presas y nadie podía doblegar su voluntad en provecho propio.

«¿Por qué no yo? ¿Acaso no soy la más lista de la clase?». Beatriz siempre cumplía sus tareas sin rechistar, obedecía en todo a sus mayores y nadie tenía queja sobre sus modales perfectos. Si alguien podía lograr lo imposible era ella misma.

Esa misma noche, cuando los ojos ya se le cerraban solos, se concentró en la imagen que se había formado con el fin de encontrarlo y hacerle llegar su petición. Pondría morritos si era preciso; nadie resistía sus mohines. Su propio padre, tan severo, nunca lo hacía si tal era el propósito de Beatriz.

En el momento en que la conciencia de estar soñando se torna sólida, ya estaba sobre la pista. Las huellas que el joven había dejado en las nubes que pisaba eran diáfanas. Hasta una niña podría seguirlas. Se imaginó montando un caballo blanco con unas espléndidas alas del mismo color y de pronto estaba sobrevolando los cirros y los cúmulos. Unos conejos azules que correteaban por allí, señalaron con las orejas la dirección que había tomado el perseguido. Una gran sonrisa se dibujó en su rostro. Avanzó deprisa. Beatriz se impuso a esos momentos oníricos en los que te mueves sin avanzar pues su tenacidad le impulsaba mejor que cualquier vehículo imaginable. El horizonte de nubes desapareció de forma brusca y se bamboleó con las puntas de los pies al borde del abismo. Bajo sus pies, una hierba de tonos violáceos se cimbreaba al viento. Pegaso había desaparecido también y no se veía a nadie alrededor, lo cual incluía al propio Cazador. «No lo necesito», pensó y alzó el vuelo con el mero poder de su voluntad. Contempló, maravillada, cómo se alejaba otra vez el suelo, los árboles convertidos en arbustos y después en matojos. Llevó a cabo varias piruetas; era fantástico poder maniobrar en el aire, sin ataduras.

La conclusión era obvia. Aquel mundo era su creación y en él era todopoderosa. No necesitaba siquiera volar por mucho que resultara delicioso. Simplemente, pensó en estar junto al Cazador y al instante siguiente, lo tenía a su lado.

—Eres pertinaz como la lluvia, niña bonita —aquel joven la miraba de arriba abajo y se pasaba la lengua por los labios, en un gesto que no comprendía pero que le desagradaba—. Puedo hacer tu sueño realidad pero antes tendrás que hacer algunas cosas para mí…

Solo tuvo que desear tener una pistola cargada antes de vaciar el cargador.

***

A diferencia de lo que suele ocurrir con los sueños, cuando despertó por la mañana, conservaba un recuerdo detallado de lo sucedido. Mientras desayunaba, taciturna, dedicó unos minutos a meditar sobre ello y llegó a la conclusión de que tita Lola tenía que saber lo sucedido. Corrió hasta el teléfono y marcó con ansiedad los números.

—Abuelita, esta noche he perseguido al Cazador de los Sueños… —Beatriz no podía contener su entusiasmo cuando por fin se estableció la llamada.

—De modo, hija mía, que tienes un anhelo importante… ¿quieres contármelo?

—Quería ser concertista de piano, abuelita, lo quería más que nada en este mundo. Por eso fui a buscar al Cazador.

—Pero hija mía… lo que has de hacer es matricularte en el conservatorio y poner en los estudios el mismo empeño que has puesto en esta cacería, olvidarte de los chicos…

Beatriz soportó estoicamente el sermón. Lo que la abuelita no le había dejado que terminara de contar es que ya no quería ser pianista. Ahora tenía algo mejor. Mucho mejor.



FIN

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CUATRO ESCALONES


Este micro quiero dedicárselo especialmente, además de a todos los habituales, a un buen amigo: Iñaki Fernandez del Rio. Sé que andas por ahí, entre las ramas de este árbol que habitamos, aunque te de corte saludar. Y si hay alguno que todavía no se ha dado a conocer está cordialmente invitado a hacerlo. Un saludo siempre es gratificante.

CUATRO ESCALONES


—Aquí Rojo Tres. Estoy en la escalera final. Tengo el objetivo a la vista. Repito: Puerta a la vista. Cambio.
—Recibido. ¿Distancia al blanco? Cambio.
—Rango Cuatro. Cambio.
Me sudan las manos. Tan cerca…
Resuenan las voces en los pasillos allá abajo: «¡Tres!». Ha estado cerca…
Se acerca mi turno. Miro hacia arriba. He de conseguirlo. El equipo rojo depende de mí. Azul y amarillo han estado a punto de lograrlo.
Allá voy… «¡Cuatro!».
—Uno, dos, tres… y cuatro. Meto en casa y cuento diez.




FIN
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LA BOCA DEL DIABLO


«Esa rejilla es la mismísima boca del Diablo», pensó Oliver mientras se frotaba el pulgar del pie izquierdo. Al igual que en una docena de ocasiones anteriores.
Daba igual que la recolocara. Cada poco tiempo, al salir de casa pues se encontraba delante de su portal, aparecía levantada lo justo para tropezar con ella. Oliver estaba convencido de que solo ocurría cuando él salía confiado.

Había presentado infinidad de quejas al Servicio Municipal de Alcantarillados. Sin respuesta.
Una noche, harto de la situación y temiendo quedar cojo de por vida, forzó la entrada y se coló por la estrecha abertura con la intención de acabar con el problema.
Nunca nadie volvió a saber de él.

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LA TUMBA DEL HOMBRE SABIO

Latidos. Son la marca perceptible de que el tiempo vuelve a mí. O, mejor dicho, de que yo regreso a su flujo constante. Abro de golpe los párpados, como el brazo de una balista al ser disparada. Veo mi reflejo en el ámbar que me envuelve. Son los ojos del dragón. El siguiente pestañeo me devuelve los míos.
«Anál nathrach…».
La imagen llena mi mente: Hálito de la serpiente. El conjuro de la creación. Ahora los recuerdos se desempañan. Nimué, aquella a la que los mortales llaman Dama del Lago, me encerró en esta caverna.
«Anál nathrach, orth’ bháis’s bethad…»
Hálito de la serpiente, encantamiento de muerte y vida…
He de regresar. Arturo me necesita. Morgana…
«Anál nathrach, orth’ bháis’s bethad, do chél dénmha».
 Una vez completo con el signo de creación, el ámbar se difumina. Puedo moverme con libertad. Mi bastón… debió llevárselo ella. «Yo te amo, Merlin…». Necia.

La luz del sol me daña cuando salgo de la gruta. Las rocas sagradas, el círculo perfecto de los druidas me rodea, así como una cacofonía de voces extrañas. Sin el bastón apenas tengo acceso a mi poder pero puedo entender las lenguas. Es la sangre de dragón.
Insólitos ropajes. Camisas floreadas y pantalones cortos. Y unas cajas a las que se quedan mirando sonrientes hasta que destella una luz.
Un estruendo. El sonido persigue a un leviatán gigantesco que ruge sobre nuestras cabezas. Solo yo me encojo esperando el ataque.  Tengo que erguirme y caminar. He llamado demasiado la atención. A duras penas recupero la compostura, pues he de encontrar al rey. Necesita mi ayuda para sanar la tierra.

Retorno a la caverna. Solo han transcurrido unas horas y el resultado es desolador. He necesitado toda mi ciencia para comprender. Nimué me encerró más allá del alcance del tiempo, allende los siglos. Ahora Albión sangra y sufre bajo el legado del Hombre mientras aguarda el regreso de Arturo. Así fue profetizado aunque Avalón está clausurada y la espada perdida. Empiezo a pensar que ni el rey con Excalibur ni yo con todo mi poder podríamos salvar este mundo.
«Anál nathrach…». 
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DERROTA DIARIA

Ha sido un desastre. Ese maldito Wellington me la ha vuelto a jugar. No cometeré el error de culpar a mis mariscales de campo, Waterloo es mi responsabilidad y lo estoy pagando. Soy demasiado peligroso, un Emperador sin imperio exiliado en esta diminuta isla de Santa Elena.
Llaman a la puerta y me levanto erguido aunque el dolor del costado hace que me lleve la mano a la pechera. Me encaro al hombretón de la espantosa camisola verde —debería exigir librea en el servicio— para escuchar, como todos los días:

—Su medicación, señor López.
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