POEMAS

Sueño poemas que sobrevuelan los centros del poder y los bombardean a versos. Sueño que la palabra devuelve el pueblo al pueblo, pan a quien lo necesita y que nadie se queda sin un techo que le cobije.
Sueño un poema que te trae de vuelta a mí, más allá del mar de vida que nos ha separado.
Sueño poemas que no existen.
***
El despertador vigila y marca la hora de la prosa que me devuelve a la cruda realidad.

No hay más versos que los tuyos.
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CRUZANDO LÍNEAS


Frente al espejo del camerino se despoja del maquillaje gótico, las pestañas postizas y los colmillos de pega. Las botas de plataforma descansan en un rincón y todavía le pitan los oídos con los decibelios del concierto. "Satan is the king", su último éxito, lo que paga las facturas.
Se hace una coleta, viste una americana y los zapatos finos.

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—Hola papá —saluda con un beso en la pálida frente—. ¿Cómo te encuentras hoy?
—Mejor, hijo. Las enfermeras me han tratado como a un bebé. Ya casi no me duele. Y tu conferencia, ¿qué tal ha ido?

—El paraninfo estaba repleto, papá. Todo un éxito.

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LECTURA EN EL VALLE DEL SILENCIO

Yo lo hubiera llamado el Valle del Silencio, aunque no era su nombre en los mapas. Aldeas quietas donde la niebla podía ser la misma durante decenios y los mocosos parecían ser siempre los mismos niños. El ganado pastaba la misma hierba y los labriegos araban, una y otra vez, idénticos surcos.
Desde que mi caballo decidiera descansar para siempre en una cuneta, había caminado con mi equipaje hasta dejar mis botas en penoso estado. Necesitaría de un zapatero antes de dejar atrás aquel lugar apartado de los dioses. La siguiente población, apenas una decena de casas de adobe y leña, me salió al paso tras una curva del rio en el momento en el que la noche se había apropiado de ella.
Ni una moneda pesaba en mi bolsa, tendría que buscarme la vida en el villorrio. Las casas estaban cerradas con maderos y apenas escapaba alguna luz por las rendijas. Hasta el rio discurría sin ruido, perdí la esperanza de hallar cobijo y me preparé para una noche, otra, a la intemperie y con los pies helados, cuando escuché un sonido fin, como de puerta abierta y rumor de pasos. No me costó localizar la edificación, por así llamarla, que daba señales de vida. ¿Una taberna? Tal vez dejaran dormir a un viajero solitario junto al fuego a cambio de una canción.
Empujé la puerta con el hombro y pasé al interior, apenas más cálido que el relente de la luna. Mi saludo apenas hizo girar un par de caras, la mitad de los parroquianos reunidos en torno a una mesa destartalada. No parecía haber un tabernero al cargo ni una mesa libre. La fuerza de la costumbre me llevó a descolgar el laúd y sacarlo de su funda con la esperanza de que su mera aparición iluminara el lugar. En cambio, continuaron bebiendo en silencio.
—¿Compartirán bebida y calor con este bardo de escasa fortuna? Un vaso de vino, un tarugo de pan mellado y un lugar junto al fuego a cambio de música e historias.
—Necesitas arreglos además de sustento, viajero —respondió uno que oteaba mi calzado con una mirada algo menos bovina.
—Tenéis ojo avispado, maese. Podéis llamarme Rapaz si os place. Viajo al Norte pero me hallo en apuros.
—No encontraréis oídos para vuestro arte aquí…, aunque tal vez podamos servirnos de ayuda mutua. Sin duda sabrás leer.
—En tres lenguas distintas. Es mi maldición.

***

Acepté su oferta de acompañarlo hasta su casa. Por el camino me contó que hacía una semana un jinete le había entregado una carta y necesitaba de alguien que se la leyera. Se sentó junto al fuego con una pieza de buen cuero y agujas para coser mis botas tras ofrecerme, a modo de pago anticipado, cerveza tibia y algo de queso compartido. Pasé la vista sobre el pergamino. La caligrafía era regular y limpia. No era lo que uno esperaba encontrar en semejante plaza. Aclaré la voz y me dispuse a leer.
—Querido hermano. Hace años que no sabemos uno del otro. Créeme cuando te digo que he tenido que esforzarme para hallarte, pues despareciste a conciencia. —Se suavizó el ceño de mi oyente, como si fuera una broma privada—. Te escribo desde Tudelium y será lo último que sepas de mí. Por desgracia, me aqueja una enfermedad que ninguno de los sanadores ha sabido tratar, causándome innumerables sufrimientos.
»Nos separamos con ira, sin compartir la misma visión y ambos dijimos cosas que, con el tiempo, he aprendido a lamentar. No es posible desandar el camino, pero quiero que sepas que siempre has estado en mis pensamientos, con la esperanza de que la vida te diera una segunda oportunidad como hizo conmigo.
»Has de saber que no conseguí mis propósitos y que la Corte no era lo que mis sueños me habían ofrecido. Puede que te digan que tuve parte en la conspiración contra nuestro buen rey Tadeo, mas no has de creerlo. Los cortesanos ávidos del favor del soberano lo predispusieron contra mí, a pesar de no contar con pruebas fidedignas. Presionado por el poderoso Primer Mayordomo me desterró, si bien le estoy agradecido por evitarme la pública ejecución. Aun tuvo el ánimo de proporcionarme los medios para una buena vida en el exilio.
»En las últimas horas de mi vida, he dispuesto que mi legado sea entregado a ti, en purga de mis actos pasados. Acompaño a esta misiva una bolsa de piedras preciosas para que puedas viajar hasta la ciudad. El Procurador Real te hará entrega de mi hacienda a tu llegada.
El hombre había dejado de coser, aunque me pareció ver un brillo en sus ojos que no tenía cuando lo encontré en aquel tugurio. Aproveché para añadir:
—Estoy seguro de que seguirás reacio a aprender los misterios de la lectura, por lo que recomiendo encarecidamente un dispendio adicional para quien el contenido de esta carta te haga llegar…

***
Las botas no se rompieron. Me proporcionaron buen servicio durante leguas sin fin y disfruté de buenos momentos merced a la esmeralda de fuego que añadió a mis honorarios, a pesar de que el bardo relator no fue del todo sincero.


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CIENO Y SANGRE


El río está cerca. El terreno húmedo en el que se hunden mis pies no puede indicar otra cosa.  Me envuelve un permanente hedor a ciénaga que proviene de la espesura a mi alrededor. Deseo descansar, pero no puedo permitirme ese lujo. Me va la vida en ello. Si llego al poblado me salvo, sino lo alcanzo muero. Así es de sencilla la existencia en este paraje. Hace rato que se han amortiguado los sonidos de los animales, chillidos y aleteos que me inquietan.
Tengo que detenerme o el corazón se abrirá paso a fuerza de golpes a través del pecho. Murmuro unas palabras que no consiguen pasar más allá de los labios y que tampoco me ofrecen consuelo.
Las amplias hojas de una planta desconocida y que decoran la linde de este claro se apartan para dejarle paso. No es un cazador. Ninguno se colocaría un pectoral tan elaborado como ese para acechar presas, ni llevaría ese tocado tan llamativo o usaría una lanza de combate. Es un guerrero de ojos feroces en pleno desafío. Me ha encontrado y no se irá de vacío.
No puedo evitar un paso atrás que mi oponente interpreta de forma correcta. Quiero evitar la confrontación, pero me será imposible. Dice algo que no entiendo, aunque tampoco necesito leer sus palabras para entender el reto. Como si quisiera reforzarlo, golpea la adarga con el asta de su arma y adopta una postura de lucha, poderosos muslos en tensión prestos a lanzarse a por mí. Se siente confiado; ejecuta unos molinetes por encima de su cabeza; se exhibe con una sonrisa de dientes tan blancos que le parte en dos el rostro.
Mi respiración se agita. Solo dispongo de una oportunidad para salir con vida del trance, aunque me pregunto si merece la pena intentarlo o si no será mejor dejarme matar aquí mismo. Peino canas y nadie me aguarda.
Mientras me muevo en círculos en imitación de sus maniobras, manteniendo las distancias por precaución, pienso en cederle el honor y que se lleve consigo el trofeo. Es un hombre joven, en la cúspide de su potencial. Leo la victoria en sus ojos. Si no fuera por su mueca burlona puede que me habría rendido… pero me siento incapaz, quiero seguir viviendo por mucho que carezca de motivación. Echo la mano al costado y extraigo el arma de su funda en un movimiento que nadie, menos mi rival, hubiera esperado de mí.
La detonación golpea los tímpanos sin piedad y anuncia a la selva la derrota del guerrero. Ha ido de poco. La bala ha impactado de refilón en el cuello grueso, a punto de perderse en la selva sin cumplir su designio, mas ha sido suficiente para destrozar una arteria vital que esparce sangre sobre el musgo y el lodo. Ahí queda su orgullo de luchador. No volverá a combatir.

Como he aceptado el desafío, considero justo tomar un trofeo. Podría haber sido yo quien se pudriera en el fango en su lugar. Me acerco al cuerpo en cuanto cesan los espasmos y arranco de su cuello los amuletos. No hay remordimiento cuando los arrojo al morral y parece un milagro sin sentido —¿Alguno lo tiene?— que no haya sangre que estropee las páginas inútiles de mi Biblia de pastor. No queda nadie interesado en mis prédicas, en este lugar sin Dios.

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CANCIÓN DE ACERO Y BARRO

El martillo golpea el yunque con cadencia de penalidad. Atado está el herrero a la fragua del infame. Una vida de esclavo.
Le da su esposa una daga inservible que él, en secreto, transforma en ternura de aleación a fuerza de mazazos. Canto de forja que transforma el arma en espada corta que, oculta entre sus ropas, acompaña y protege a la mujer y su pequeño por los caminos de la fuga.



Han pasado los años y Rapaz se ha convertido en un buen mozo que, de posada en posada, acompaña al laúd los versos de su madre, canción de amor perdido en letras de libertad que llaman a la rebelión.

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