Yo lo hubiera llamado el Valle del Silencio, aunque no
era su nombre en los mapas. Aldeas quietas donde la niebla podía ser la misma
durante decenios y los mocosos parecían ser siempre los mismos niños. El ganado
pastaba la misma hierba y los labriegos araban, una y otra vez, idénticos
surcos.
Desde que mi caballo decidiera
descansar para siempre en una cuneta, había caminado con mi equipaje hasta
dejar mis botas en penoso estado. Necesitaría de un zapatero antes de dejar atrás
aquel lugar apartado de los dioses. La siguiente población, apenas una decena
de casas de adobe y leña, me salió al paso tras una curva del rio en el momento
en el que la noche se había apropiado de ella.
Ni una moneda pesaba en mi bolsa, tendría
que buscarme la vida en el villorrio. Las casas estaban cerradas con maderos y
apenas escapaba alguna luz por las rendijas. Hasta el rio discurría sin ruido,
perdí la esperanza de hallar cobijo y me preparé para una noche, otra, a la
intemperie y con los pies helados, cuando escuché un sonido fin, como de puerta
abierta y rumor de pasos. No me costó localizar la edificación, por así llamarla,
que daba señales de vida. ¿Una taberna? Tal vez dejaran dormir a un viajero
solitario junto al fuego a cambio de una canción.
Empujé la puerta con el hombro y
pasé al interior, apenas más cálido que el relente de la luna. Mi saludo apenas
hizo girar un par de caras, la mitad de los parroquianos reunidos en torno a una
mesa destartalada. No parecía haber un tabernero al cargo ni una mesa libre. La
fuerza de la costumbre me llevó a descolgar el laúd y sacarlo de su funda con
la esperanza de que su mera aparición iluminara el lugar. En cambio, continuaron
bebiendo en silencio.
—¿Compartirán bebida y calor con
este bardo de escasa fortuna? Un vaso de vino, un tarugo de pan mellado y un
lugar junto al fuego a cambio de música e historias.
—Necesitas arreglos además de
sustento, viajero —respondió uno que oteaba mi calzado con una mirada algo
menos bovina.
—Tenéis ojo avispado, maese. Podéis
llamarme Rapaz si os place. Viajo al Norte pero me hallo en apuros.
—No encontraréis oídos para vuestro
arte aquí…, aunque tal vez podamos servirnos de ayuda mutua. Sin duda sabrás
leer.
—En tres lenguas distintas. Es mi
maldición.
***
Acepté su oferta de acompañarlo
hasta su casa. Por el camino me contó que hacía una semana un jinete le había
entregado una carta y necesitaba de alguien que se la leyera. Se sentó junto al
fuego con una pieza de buen cuero y agujas para coser mis botas tras ofrecerme,
a modo de pago anticipado, cerveza tibia y algo de queso compartido. Pasé la
vista sobre el pergamino. La caligrafía era regular y limpia. No era lo que uno
esperaba encontrar en semejante plaza. Aclaré la voz y me dispuse a leer.
—Querido hermano. Hace años que no sabemos
uno del otro. Créeme cuando te digo que he tenido que esforzarme para hallarte,
pues despareciste a conciencia. —Se suavizó el ceño de mi oyente, como si fuera
una broma privada—. Te escribo desde Tudelium y será lo último que sepas de mí.
Por desgracia, me aqueja una enfermedad que ninguno de los sanadores ha sabido
tratar, causándome innumerables sufrimientos.
»Nos separamos con ira, sin
compartir la misma visión y ambos dijimos cosas que, con el tiempo, he aprendido
a lamentar. No es posible desandar el camino, pero quiero que sepas que siempre
has estado en mis pensamientos, con la esperanza de que la vida te diera una
segunda oportunidad como hizo conmigo.
»Has de saber que no conseguí mis
propósitos y que la Corte no era lo que mis sueños me habían ofrecido. Puede
que te digan que tuve parte en la conspiración contra nuestro buen rey Tadeo,
mas no has de creerlo. Los cortesanos ávidos del favor del soberano lo
predispusieron contra mí, a pesar de no contar con pruebas fidedignas. Presionado
por el poderoso Primer Mayordomo me desterró, si bien le estoy agradecido por
evitarme la pública ejecución. Aun tuvo el ánimo de proporcionarme los medios
para una buena vida en el exilio.
»En las últimas horas de mi vida, he
dispuesto que mi legado sea entregado a ti, en purga de mis actos pasados.
Acompaño a esta misiva una bolsa de piedras preciosas para que puedas viajar
hasta la ciudad. El Procurador Real te hará entrega de mi hacienda a tu llegada.
El hombre había dejado de coser,
aunque me pareció ver un brillo en sus ojos que no tenía cuando lo encontré en
aquel tugurio. Aproveché para añadir:
—Estoy seguro de que seguirás reacio
a aprender los misterios de la lectura, por lo que recomiendo encarecidamente
un dispendio adicional para quien el contenido de esta carta te haga llegar…
***
Las botas no se rompieron. Me
proporcionaron buen servicio durante leguas sin fin y disfruté de buenos
momentos merced a la esmeralda de fuego que añadió a mis honorarios, a pesar de
que el bardo relator no fue del todo sincero.
Magnífico relato. Por un momento, me he sentido transportado hasta la taberna de Kvothe.
ResponderEliminarUn abrazo.
Rapaz es un asiduo y admirador del posadero. Acude siempre que puede.
EliminarGracias por la visita Josep. Un abrazo.
Me he quedado con ganas de leer más. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarBesos
Habrá más, sin duda, haré todo lo posible. Gracias.
ResponderEliminarBesos.
Como nos sugeriste en “Canción de acero y barro”, Rapaz se ha convertido en un buen mozo, sin duda. Algo pilluelo y descarado, pero tierno y encantador. Una buena mezcla para un personaje, que espero continúe, además de cantándonos canciones con su laúd, haciéndonos partícipes de sus aventuras.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, enhorabuena.
Besos y abrazos
Con sus botas nuevas se ha puesto en camino y, según tengo entendido, está a las puertas de una ciudadela donde tendrá una nueva aventura. O desventura...
EliminarBesos.