El río está cerca. El terreno húmedo en el que se hunden
mis pies no puede indicar otra cosa. Me
envuelve un permanente hedor a ciénaga que proviene de la espesura a mi
alrededor. Deseo descansar, pero no puedo permitirme ese lujo. Me va la vida en
ello. Si llego al poblado me salvo, sino lo alcanzo muero. Así es de sencilla
la existencia en este paraje. Hace rato que se han amortiguado los sonidos de
los animales, chillidos y aleteos que me inquietan.
Tengo que detenerme o el corazón se abrirá
paso a fuerza de golpes a través del pecho. Murmuro unas palabras que no
consiguen pasar más allá de los labios y que tampoco me ofrecen consuelo.
Las amplias hojas de una planta
desconocida y que decoran la linde de este claro se apartan para dejarle paso.
No es un cazador. Ninguno se colocaría un pectoral tan elaborado como ese para
acechar presas, ni llevaría ese tocado tan llamativo o usaría una lanza de
combate. Es un guerrero de ojos feroces en pleno desafío. Me ha encontrado y no
se irá de vacío.
No puedo evitar un paso atrás que mi
oponente interpreta de forma correcta. Quiero evitar la confrontación, pero me
será imposible. Dice algo que no entiendo, aunque tampoco necesito leer sus
palabras para entender el reto. Como si quisiera reforzarlo, golpea la adarga
con el asta de su arma y adopta una postura de lucha, poderosos muslos en
tensión prestos a lanzarse a por mí. Se siente confiado; ejecuta unos molinetes
por encima de su cabeza; se exhibe con una sonrisa de dientes tan blancos que
le parte en dos el rostro.
Mi respiración se agita. Solo
dispongo de una oportunidad para salir con vida del trance, aunque me pregunto
si merece la pena intentarlo o si no será mejor dejarme matar aquí mismo. Peino
canas y nadie me aguarda.
Mientras me muevo en círculos en
imitación de sus maniobras, manteniendo las distancias por precaución, pienso
en cederle el honor y que se lleve consigo el trofeo. Es un hombre joven, en la
cúspide de su potencial. Leo la victoria en sus ojos. Si no fuera por su mueca
burlona puede que me habría rendido… pero me siento incapaz, quiero seguir
viviendo por mucho que carezca de motivación. Echo la mano al costado y
extraigo el arma de su funda en un movimiento que nadie, menos mi rival,
hubiera esperado de mí.
La detonación golpea los tímpanos
sin piedad y anuncia a la selva la derrota del guerrero. Ha ido de poco. La
bala ha impactado de refilón en el cuello grueso, a punto de perderse en la
selva sin cumplir su designio, mas ha sido suficiente para destrozar una
arteria vital que esparce sangre sobre el musgo y el lodo. Ahí queda su orgullo
de luchador. No volverá a combatir.
Como he aceptado el desafío,
considero justo tomar un trofeo. Podría haber sido yo quien se pudriera en el
fango en su lugar. Me acerco al cuerpo en cuanto cesan los espasmos y arranco
de su cuello los amuletos. No hay remordimiento cuando los arrojo al morral y parece
un milagro sin sentido —¿Alguno lo tiene?— que no haya sangre que estropee las
páginas inútiles de mi Biblia de pastor. No queda nadie interesado en mis
prédicas, en este lugar sin Dios.
Este no lo acabo de entender muy bien.
ResponderEliminarPero da gusto leerlo.
Besos
Puedes entenderlo de muchas maneras, a cual más personal. El eterno conflicto entre el progreso y las tradiciones, por ejemplo, es una que a mí me gusta especialmente.
EliminarUn beso.