Mateo dirigió con habilidad la maniobra de la transpaleta.
Eran los últimos bultos del día y los acomodó sobre la estantería de arriba del
todo. Las cajas se bambolearon unos segundos antes de quedar estabilizadas.
Tadeo movía los labios en su dirección, pero entre la barahúnda de la nave
industrial y los auriculares protectores no llegó a entender lo que le decía su
compañero más allá de los aspavientos de sus brazos. Dio marcha atrás con el
vehículo industrial para terminar la jornada mientras Tadeo avanzaba hasta su
posición. Nunca sabría si fue a causa de la vibración de la maquinaria o que el
mal fario se había levantado de mal humor. La caja que coronaba la pila, la más
grande de las tres que acababa de colocar, se desplomó con un ruido seco,
estremecedor, sobre Tadeo, que cayó fulminado en el acto.
La investigación posterior osciló entre
la culpa, alegada por la aseguradora y la empresa, y la tesis triunfante en el
último suspiro de la sobrecarga de trabajo que alegaba el letrado del sindicato
que representaba a Mateo. Al salir de la sala del Juzgado de lo Social, rechazó
la mano y, sobre todo, la felicitación del abogado por la sentencia que lo
eximía de culpa. Tendría que reincorporarse a su puesto de trabajo y esa era
una cuesta que se le antojaba imposible de escalar. Tadeo y Mateo, los «ateos»
como llamaban los demás empleados al inseparable dúo de almacenistas, nunca más
serían un plural. De hecho, Mateo pudo respirar el rechazo, el ostracismo,
desde el mismo momento en que volvió a poner pie en el vestuario común. Los
cuchicheos, las miradas de través, lo perseguían en cualquiera de las
dependencias de la factoría a la que sus obligaciones lo llevasen. El capataz
se acercó esa misma mañana y le abordó con gesto avinagrado:
—Mateo, yo…, siento mucho lo de Tadeo,
pero esto va a afectar y mucho al clima laboral. Ya he hablado con Recursos
Humanos y están dispuestos a ofrecerte una generosa suma por tu dimisión,
tratada por supuesto como despido improcedente.
Mateo se encogió de hombros y dijo que
se lo pensaría. ¿Qué había que pensar? Cada elemento del almacén, cada
material, le recordaba sus conversaciones con su compañero. Su apelativo lo
tenían bien ganado por sus charlas filosóficas a las que todos eran bienvenidos
en la hora del almuerzo. Estaban dispuestos a esgrimir cualquier argumento con
tal de demostrar la inexistencia de Dios, del ser superior que todo lo
gobernaba. «¿Acaso no tenéis bastante con estar bajo el zapato del patrón»,
solía zanjar Tadeo cuando ya no le quedaban más razonamientos. «Mateo, cuando
estire la pata se acabó. Ya lo sabemos, pero si me encuentro algo al otro lado,
tendré que volver para que te enteres, pedazo de mendrugo», le solía decir
entre risotadas y palmadas en el muslo.
Pero Tadeo no había regresado. Nunca lo
haría. Los tres meses transcurridos desde el accidente, habían pasado con la
lentitud de un tren de mercancías y todo parecía indicar que así sería en
adelante. Aceptaría la oferta de la empresa. Le quedaban dos años para optar a
la prejubilación y, como buen soltero, no tenía grandes necesidades.
Renunciaría incluso a la indemnización. Se arreglaría con el paro. Lo contrario
significaba aceptar un dinero sucio que se le atragantaría como un veneno
espeso.
Volvió al vestuario con la intención de
presentarse ante el capataz sin el mono de trabajo. Ya no se sentía parte de
aquella plantilla ni lo había hecho desde el infausto día del suceso. Se sentó
en el banco gastado por los traseros de incontables obreros en innumerables
jornadas laborales. Un escalofrío provocó una violenta sacudida de sus hombros.
Miró en derredor, no existía motivo para la súbita corriente gélida. Comprobó
el ventanuco de las duchas. Cerrado. Qué insensato pensar que Tadeo le daba un
mensaje desde el Más Allá, aunque la idea se había instalado en su cerebro sin
saber cómo había llegado hasta ahí. Hizo un nuevo intento de cambiarse de ropa
y la sensación lo recorrió de nuevo de la cabeza a los pies. Se puso en pie,
taconeó con fuerza las botas de seguridad y salió en dirección al almacén. La
jornada terminó con un bufido del capataz cuando Mateo rechazó la oferta de
dimisión. Puede que fuera una idea absurda, pero Tadeo siempre tuvo cierta
tendencia hacia lo melodramático.
Si hay algo al Otro Lado no lo sé, pero me aferro a lo imposible como forma de no perder del todo la inocencia. Me ha encantado ese final sugerido.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, querido lobo, por tu visita a esta despoblada rama y por tus palabras que siempre me dan pistas sobre si he acertado o no. Un abrazo.
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