Desde el otro lado de la calle, Alonso miró a través del
humo de su cigarrillo la entrada en el local en el que tenía la cita. Con la
pensión menguante era todo lo que podía permitirse, pero no esperaba semejante
cochambre. Arrojó la colilla al suelo. Había llegado demasiado lejos para
volver con el rabo entre las piernas y, además, se lo había prometido hace
quince años y veintiún días. Nunca había sido el alma mater de las fiestas, pero sí el elemento de cohesión en una
cuadrilla de amigos tan dispar. «Yo os mantendré siempre unidos», les había
dicho y él siempre cumplía sus promesas.
La recepcionista comprobó sus datos sin
quitar la vista de la pantalla. Le indicó una sala al fondo del pasillo en
penumbras y volvió a su mutismo. La mesa que llenaba casi toda la estancia
desentonaba de las paredes desconchadas. Era un equipo carísimo y se preguntó
cómo un negocio como ese podía permitírsela. Se encogió de hombros e introdujo
la tarjeta en la ranura que la mujer le había proporcionado. Tras los sonidos
informáticos, y a la hora señalada, cuatro resplandores holográficos cubrieron
los huecos donde debía haber sillas.
Sus rostros eran tal y como los
recordaba: Jesús con su rictus permanente, Mónica con su media sonrisa que
significaba cualquier cosa, Miguel con la barbilla enhiesta como para compensar
su baja estatura y Virginia… Virgi
siempre tan angelical. Había ensayado su discurso introductorio, pero encarar a
sus cuatro amigos del alma le anudó la garganta.
—Tú dirás —dijo Miguel para robarle
el protagonismo y, sin embargo, el acicate que necesitaba.
—Es Navidad —repuso como si lo
explicase todo.
Mónica soltó uno de sus bufidos y
Jesús carraspeó, pero no dijeron nada.
—…y os echo mucho de menos. Estamos
muy lejos los unos de los otros y los años pasan. No se me ocurría otro modo de
regenerar lo perdido. Por favor, decidme que no sentís lo mismo y me marcharé
para no molestaros más.
La señal electrónica era buena y las
imágenes, nítidas y estables. Paseó la mirada entre los cuatro hasta detenerla
en la de Virginia, del color de la avellana tostada. Ella sostuvo el envite
aunque al final sonrió.
—Alonso, siempre tan ingenuo. ¿Crees
que puedes presentarte así como si nunca hubiera pasado nada? Hay ciertas cosas
que ignoras y el tiempo no te ha hecho más sabio.
—Díselo, Virginia —intervino Jesús—,
dile que estamos todos juntos como antes y que es él quien está lejos.
—Yo no diría ingenuo. Eres tonto,
sin más. Puede que tuviéramos nuestras diferencias pero hemos aprovechado el
tiempo —añadió Mónica.
—Sí, ahora ella y yo estamos juntos.
Para siempre. Lo que no pudiste lograr entonces —explicó Jesús en referencia a
la afición casamentera de Alonso— ahora es una realidad.
Estaba perplejo. Mónica y Jesús…
Pero si eran como el perro y el gato. Abrió la boca para decir algo, aunque se
percató de lo que sus palabras implicaban. Fijó los ojos en Miguel, que no
había vuelto a hablar, y después a Virgi,
que asintió despacio.
—¿Y tu mujer, Miguel? —preguntó, a
punto de un balbuceo.
El interpelado lo fulminó con la mirada.
Alonso había puesto el dedo en la llaga sin darse cuenta y ahora las cuentas
salían a la perfección.
—Me la arrebataste con todo lo
demás, Alonsito. A buen seguro, ya me ha olvidado, pero no te preocupes, he
salido ganando —dijo y lo remató con un beso lanzado al aire en dirección a
Virginia.
—Esta reunión ha sido un catastrófico
error. Sé que tu intención era buena, aunque es mejor dejar las cosas como
están. No hay vuelta atrás.
Alonso estaba desolado, intentaba
que prevaleciera la amistad y no se había dado cuenta de que quien sobraba era
él. No es que esperase que Virgi y él… bueno, sabía que era imposible, pero
¿Miguel?
Sujetó la tarjeta de conexión entre
los dedos. Quedaba casi media hora de conexión, pero deseaba más que nunca
estar en cualquier otro lugar.
—Tranquilo, cielo. Ahora estamos
bien —dijo Virgi y miró a los otros que asintieron a regañadientes—. No te
reprochamos nada y ya has pagado con creces. Vive en paz lo que te resta de
vida.
Quince años y veinte días purgando
su error de conducir aquella noche atiborrado, como los demás, de alcohol y
coca. Quince años y veinte días después, se despidió de sus amigos sin estar
convencido de que le hubieran perdonado.
Al salir, pidió a la recepcionista
un formulario, adaptado a la nueva ley, en el que dejaría constancia por escrito
de su voluntad de no poder ser convocado desde el Más Allá. Ellos, sus amigos,
no habían tenido esa oportunidad, él la había cercenado, pero en su vida
volvería a llamar a los muertos.
Es un cuento muy gótico y bien rematado.
ResponderEliminarSana envidia me das.
Un abrazo.
Muchas gracias, lobo, pero de envidia nada, te sobran mimbres por ti mismo. Un abrazo.
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