Quiero dedicar este relato a Helena Andrés, porque sé que le
gustan las historias de suspense y sustos. Un beso, hermanita.
El apartamento
Mi contacto me había dado la dirección de la inmobiliaria,
no sin antes insistir en mi discreción. «No llames por teléfono. Siempre salta
el contestador, no te atenderán si no es en persona», me había dicho antes de
esfumarse entre las sombras del aquel callejón inmundo. Era verdad, lo comprobé
personalmente. Podías dejar que sonara el tono de llamada durante horas, nadie
cogía el teléfono. Me causaba cierto desasosiego saber que al otro lado del
auricular había alguien maldiciendo a todos mis muertos por dar el coñazo de
aquella forma. No me quedaba otra sino presentar mis pobres huesos en la
oficina de marras y probar suerte. Las calles no eran seguras para mí, pero
debía arriesgarme. No viviría demasiado sin una nueva identidad y la
documentación necesaria. Y para que pareciera legal precisaba de una residencia
estable, un lugar en el que poder recibir correo. La única forma de lograrlo
era alquilar un apartamento, trámite de ordinario sencillo si disponías de
papeles en regla. Una pescadilla que me mordía la cola de todas formas. Qué
ironía. Yo había habitado las mansiones menos selectas, las más corruptas y
disolutas, y ahora me veía en la obligación de morar en una vivienda que no
llamase la atención, un estudio de un dormitorio y un aseo como mucho.
Inmobiliaria Santa Inés. Curiosa razón social. Al carajo, si me sacaba del
apuro, podía llamarse como le diera la gana.
No tuve que esperar demasiado. Una
joven de aspecto anodino me hizo pasar al despacho del director. Hacía calor
dentro, vaya que sí. Solo un pirado colocaría una alfombra de ese espesor en un
lugar cerrado y después pondría la calefacción a tope. Con el dedo intentando
separar el cuello de la camisa de mi piel pegajosa, atendí la muda invitación a
sentarme que me hizo. La secretaria se retiró deprisa, inclinándose hacia mi
interlocutor con docilidad sin dejar de retroceder hasta la puerta. Intenté
mantener la mirada del director de la empresa. No tardé ni veinte segundos en
tener mis ojos clavados en el escritorio. Tuve la sensación de estar mostrando
sumisión hacia el tipo, igual que había hecho la chica antes de salir. Demasiado
incómodo hasta para alguien desesperado como yo. Necesitaba llenar ese silencio
que me robaba el aire y expuse mi problema:
—… es por lo que necesito sus
servicios. Un apartamento o un modesto estudio, no necesito más, señor…
—Puedes llamarme Luc, faltaría más.
Vamos a hacer negocios juntos. —Juntó las palmas de sus manos en vertical a la
altura de la barbilla—. Tengo lo que necesita, aunque tal vez encuentre
nuestros honorarios algo exorbitados.
—El dinero no será problema
—contesté deprisa antes de que se enfriara el asunto, por imposible que
pareciera en aquel horno. Pasta, precisamente, era lo único que tenía de sobra.
El tal Luc ni siquiera tenía brillo
en la frente y permanecía en la cúspide de la dignidad con su impecable traje
de tres piezas abrochado. Sus manos afiladas me acercaron un pliego de
documentos que, juraría, no estaba sobre la mesa unos instantes antes. El calor
me jugaba otra mala pasada.
—¿No lo vas a leer? —preguntó cuando
fui directo a firmar sin siquiera haber ojeado los papeles.
***
El edificio Subway era fantástico. Su fachada
destacaba como un faro entre las demás que conformaban la manzana. Después de
varios trasbordos, había llegado hasta el suburbio convencido de que me
escondería durante meses, tal vez años, en una ratonera infecta. La gente
tiende a aprovecharse de aquellos que están desesperados y que se agarran a un
clavo ardiendo. Como lo había intentado aquel tipo del CNI que parecía creer
que por llevar una corbata de saldo podía amenazarme. Con la mafia no se juega,
amigo, y yo no soy un chivato. Por mí podían irse todos a tomar por culo.
No esperaba encontrar portero y menos a esas horas.
Hasta que se enfriara un poco el asunto, si es que lo hacía, debía moverme
entre las sombras. Mientras forcejeaba con la cerradura del portal, nervioso,
echaba rápidas miradas hacia atrás. Me sentía vigilado con una certeza que me
apretaba las tripas. Si me habían seguido, tanto daba que el negocio con Santa
Inés hubiera sido un éxito. Al amanecer sería un fiambre espachurrado en el
asfalto o en el fondo de la bahía.
No esperaba encontrar portero y
menos a esas horas. Hasta que se enfriara un poco el asunto, si es que lo
hacía, debía moverme entre las sombras. Mientras forcejeaba con la cerradura
del portal, nervioso, echaba rápidas miradas hacia atrás. Me sentía vigilado
con una certeza que me apretaba las tripas. Si me habían seguido, tanto daba
que el negocio con Santa Inés hubiera sido un éxito. Al amanecer sería un
fiambre espachurrado en el asfalto o en el fondo de la bahía.
***
Me deslicé al interior como si
llevase lubricante por el cuerpo. No sabría explicarlo de otro modo. Al entrar
en el Subway tuve la nauseabunda sensación de ser digerido por un ser
insaciable. La paranoia hacía estragos en mi cordura. Lo mejor sería llegar al
apartamento, cerrar la puerta con cuantos cerrojos hubiera y echarme al coleto
unos lingotazos de la botella cubierta por una bolsa de papel que llevaba
contra la gabardina. Con la mano libre alcancé el llavero en el bolsillo de la
misma.
—Hola. ¿Eres el nuevo vecino?
Escuchar unas vocecillas infantiles,
al unísono, casi hace que soltara mi preciada carga. Me quedé parado en seco.
Dos pipiolos, niño y niña, habían detenido su juego de pelota en mitad del
pasillo enmoquetado para mirarme con desparpajo. Niños, lo que me faltaba. Iba
a necesitar una ración extra de bourbon como vivieran cerca de mi nueva
residencia. Las posibilidades eran altas. No eran demasiados pisos de altura,
aunque el edificio era ancho. Por lo general rehúyo cualquier contacto con los
críos, pero aquellos se llevaban la palma, tan igualitos en sus camisetas de
rayas que parecían salidos de una película de la familia Adams. Esa imagen me
hizo sonreír por lo bajini mientras me alejaba en dirección a los ascensores y
trataba, por todos los medios, de que se dieran cuenta de que los ignoraba. La
pregunta seguía martilleando mis sienes. ¿Por qué sabían que venía un residente
nuevo? Mi anonimato era de vital importancia y en la inmobiliaria me habían
asegurado discreción total. Los llamaría por la mañana. Diablos, nunca cogían
el teléfono y la idea de volver a aquel horno y tratar con el espeluznante
director me tiraba para atrás. Al carajo con los niños. Si no llevaban pipa, no
debían preocuparme.
***
Cuando entré en el apartamento y
encendí el interruptor, las sombras corrieron a escabullirse en todos los
rincones. Paseé la mirada por mis nuevos «dominios». Era para estar más que
complacido. Tenía ante mí un salón amplio, amueblado con cierto gusto demodé
que no esperaba encontrar. Al otro lado me daba la bienvenida un ventanal que
se abría en terraza sobre el este de la ciudad con unas vistas espectaculares.
La cocina americana contaba con todos los adelantos modernos. A mi derecha, un
solo dormitorio con ropero empotrado y una cama de matrimonio. El único cuarto
de baño tenía el acceso desde la habitación. Daba igual, no esperaba visitas.
La bañera cubría una de sus paredes y contaba también con un bidé. Completaba
el equipamiento una televisión por cable y acceso wifi. Sin embargo, lo que de
veras alivió la carga de saber que pasaría una larga temporada recluido en la
vivienda, fue la pequeña pero bien provista biblioteca: Steinbeck, Cortazar,
Carver. Aunque disponía de un ordenador portátil, siempre había tenido
debilidad por leer sobre papel. No hay nada como el tacto de un libro bien
sobado.
Me fui a la cama con el ánimo
renovado, tras dar buena cuenta de una botella de Cabernet Sauvignon que
encontré sobre el mostrador de la cocina con una breve nota: «Disfruta del
paraíso, Luc». Hasta brindé por la salud del muy bribón. Puede que fuera la
pesadez alcohólica o el estrés de la última semana, mi descanso fue inquieto y
salpicado de vivos despertares. En
algún momento de la noche, medio
dormido, incluso creí escuchar pasos en el salón o en la terraza.
***
El sol entraba con fuerza en el
salón, así como el estrépito del tráfico en la calle. Aunque no recordaba
haberlo hecho, lamenté haber dejado la puerta de la terraza abierta, pues
hubiera podido dormir más. No tenía nada importante que hacer, ni siquiera algo
poco importante o, si se me apuraba, algo insignificante. Un vacío profundo
penetró en mis vías respiratorias. La vieja sensación, una amenaza de ataque de
angustia vital. Corrí al salón en busca de mi equipaje, necesitaba el inhalador
para conectarme de nuevo a la vida real. Hubiera jurado que estaba cerrada
cuando me acosté y que no había dejado el contenido desparramado por el sofá.
Por fortuna, el vaporizador apareció enseguida, bajo la funda de las gafas.
Genial, un par de chutes y ya podía sentirme de nuevo parte del mundo.
¿Desayuno o comida? Era casi
mediodía, podía encargar una pizza y hacer café cargado mientras esperaba. Me
daba cierta sensación de eficacia, cuando lo cierto es que tenía la cabeza
enterrada en un agujero bien hondo y solo cabía esperar que no hubiera dejado
el culo demasiado a la vista.
Hojeé varios ejemplares. Hice una
preselección de títulos por los que empezar. Ya tenía el montón dispuesto sobre
la mesa cuando llamaron a la puerta. El condenado repartidor se había tomado su
tiempo. Abrí con mi mejor cara de no-esperarás-propina que se transformó, de
golpe, en la de pasmo absoluto. Lo que tenía delante no era un mozuelo con acné
y una gorra, sino una señora de unos cuarenta años vestida con una bata de hace
una década. Era de justicia reconocer que estaba de buen ver, aunque no le
favoreciera el atuendo ni el cardado tan antiguo. Traía en las manos una caja
de plástico con tapa, de esas que hacen el vacío para conservar los alimentos,
pero que, aun así, dejaba escapar unos aromas jugosos. Estofado de carne, si mi
olfato no me engañaba. Tragué abundante saliva y traté de recomponer mi
dignidad a tiempo de ver a los dos malandrines de la pelota en el portal
ocultarse tras la puerta del piso más próximo. No todo iban a ser buenas noticias.
Estaban más cerca de lo deseable.
—Buenas tardes. Soy Lola, tu vecina
de enfrente. He pensado que, tal vez, la mudanza no te haya dejado tiempo para
cocinar y a mí siempre me sobra. Aún cocino en cantidad, como si todavía
fuéramos cuatro…
El envite era bastante descarado,
pero no le diría que no a algo que olía tan bien. Siempre que su prole mocosa
se quedara en su propio cubículo.
—Pasa, pasa, Lola. ¿Te parece si te
enseño el apartamento? Tengo unos libros que… —Cerré la puerta justo detrás de
su estupendo trasero, por si en el último momento alguno de los críos se
decidía a avanzar posiciones.
No llegué a abrir el contenedor de
la comida. Nada más darle paso al dormitorio, la bata de la viuda sufrió un
accidente nada casual y quedó desabrochada. Que si se sentía sola en aquella
casa, que si echaba de menos a su marido, que si un tipo atractivo como yo
necesitaba hacer vida social…Como si yo necesitara algún tipo de excusa.
Hasta que todo el fregado había
estallado en manos de la Familia, mi ocio se había diluido, al igual que mis
ahorros, en cocaína y alcohol y unas fulanas de interés variable. Había, en
cambio, algo genuino en la falsa ordinariez de Lola. Era una mujer de los pies
a la cabeza y la primera que parecía mostrar una atracción por mí que no fuera
proporcional al grosor de mi cartera. Fue una tarde fogosa en la que no
faltaron momentos de dulzura. No pensaba quedarme en el lugar más tiempo del
necesario, pero no había motivo para no hacer más liviana la espera. En algún
momento de la tarde debí quedarme dormido, un sueño relajado sin vapores de
alcohol ni pastillas. Tampoco necesité el inhalador, algo que no sucedía desde
años atrás. Cuando abrí los ojos, el apartamento estaba a oscuras y yo tan solo
como había comenzado el día. No parecía mal negocio. Cada uno en su casa y Dios
en la de todos, como decía la vieja. Esperaba recibir más visitas de «cortesía»
como aquella, aunque sin los inconvenientes de una convivencia. Yo tenía mi
espacio y mis libros, mi tiempo para estar a solas conmigo mismo. Puede que,
incluso, comenzara a escribir. ¿Por qué no? Nada de niños ruidosos alrededor o
una mujer que controlase mis movimientos. Sería fácil desvanecerme llegado el
momento, sin dejar más rastro que lágrimas ajenas.
No me paré a pensar que el estofado
no estaba en la cocina donde lo había dejado ni que no hubiera acudido nadie a
traer la pizza.
***
El sonido del timbre me despertó y
salté de la cama con el corazón rompiéndome el pecho. Tropecé con los
calzoncillos tirados en el suelo y casi me abrí la cabeza. El primer golpe me
sacudió nada más abrir. El segundo cuando todavía estaba girando la cabeza para
enfocar a mi agresor. Era Lola, que entraba en casa como un basilisco, alejada
de la dulzura del día anterior con aquel rostro desencajado. Logró atizarme dos
sopapos más antes de que lograra sujetarla por las muñecas. Aun así, todavía me
lanzaba mordiscos y patadas a la espinilla.
—¡Malnacido! Después de lo que hemos
pasado juntos ahora quieres abandonarme —gritaba y me empujaba al interior al
mismo tiempo. Conseguí cerrar la puerta tras ella, no sin antes atisbar un par
de rostros infantiles impasibles al otro lado, como si aquello fuera lo más
natural del mundo.
—Lola, aguarda. Nos acabamos de
conocer, creo que me has malinterpretado…
—¡Hijo de puta! Ahora me llamarás
zorra buscona y me dirás que solo querías un rato agradable que aliviara tu
soledad.
No había estado rápido de reflejos y
ahora lo estaba pagando. Tenía que reorientar la conversación, si es que se la
podía llamar así, si no quería que adoptara dimensiones extravagantes. ¿Acaso
había dicho algo en sueños? No había forma humana de que ella conociera mi
pasado, las circunstancias que me habían traído hasta ese apartamento o mis
verdaderas intenciones de futuro. No podía creer que, después de tantos años de
crápula, una viuda de mediana edad fuera capaz de leerme con tanta facilidad.
—Tranquila, cariño. —La palabra
mágica solía funcionar—. No sé a qué viene todo esto. Creo que hemos conectado
bien, que hay algo importante entre nosotros. No lo estropeemos ahora. Me
acabas de despertar, cielo, aún estoy un poco dormido. Te juro que no me voy a
ninguna parte. Te doy mi palabra de honor. —La había empeñado tantas veces en
falso que tenía menos valor que un billete de trece pavos, pero no se me
ocurría otro modo de capear el temporal.
Lola experimentó un cambio brusco de
humor. Empecé a pensar si no se trataba de algún tipo de trastorno bipolar. Yo
necesitaba poner en orden mis ideas, mi vida, hacer planes; no una relación
malsana. De ello había estado huyendo desde que tenía recuerdos. «Todo saldrá
bien, preciosa», unas caricias en el pelo, unas palmadas en el dorso de la
mano. Mi intención era terminar de calmarla y enviarla de vuelta a su casa. Era
mejor poner un poco de distancia y esperar acontecimientos.
Otro plan fallido. Acabamos en un
ovillo sobre las sábanas que todavía guardaban el calor de mi cuerpo. No estaba
bien. Se me iba de las manos. No estaba acostumbrado a no tener el control de
una relación. Mi gozo era ilusorio. Todas mis alarmas estaban histéricas. Los
besos, por ansiosos, perdían su sabor. Las caricias se tornaban arañazos, pero
no de los placenteros, sino de los que dejan una marca incómoda. Su abrazo me
dejaba sin aliento. «Basta. Déjame y vete a casa. Necesitamos serenarnos».
Ella había dejado de escucharme. No
podía siquiera articular palabras coherentes. Su boca sensual se llenó de
amarillentos colmillos. Sus brazos alrededor de mi torso eran anillos
constrictores con los que anulaba mi capacidad de respirar. Ya no tenía unas
hermosas uñas esmaltadas de rojo bermejo, sino garras que separaban las fibras
de mi espalda en un dolor insoportable. Empecé a aullar. Mis ojos parecían
querer escapar de mi rostro. Boqueaba en busca del oxígeno que me era negado.
Las sombras comenzaron a envolver las paredes del dormitorio. Ante mí se abrían
las puertas del Averno… Un instante antes de que la agonía terminase, vi a Luc,
el director de la inmobiliaria, rodear con sus manos los hombros de los
abominables niños, que me sonreían con una expresión nada infantil. El tipo se
limitaba a asentir con naturalidad, dueño de sí mismo y de la situación
***
Ahora vivo en el apartamento de Lola,
con los niños. Gozamos, discutimos, pasamos el tiempo como cualquier familia.
Procuro no pensar en términos de eternidad. He llegado a la conclusión de que
la muerte no es tan diferente de la vida.
Un relato que atrapa, hecho con la maestría a la que ya nos tienes acostumbrados.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas gracias, Josep. Que nunca nos veamos en una situación apurada como esta. Un abrazo.
Eliminar¡Ooh! Pensaba cerrar el kiosco del Fb, pero no he sabido resistirme a la tentación de leer algo de suspense con susto incluido, no me arrepiento. Un estupendo relato suspensivo, propio de mis veranos en la playa, donde me gusta leer a Mrs. Marple y ahora, la ropa sigue sin estar extendida en la cuerda.
ResponderEliminarHasta el próximo susto. Un abrazo extenso.
Lamento haber distraído tus tareas, querida Rosa, aunque si es por una buena causa... :) Ven y tiende la ropa entre las ramas del árbol.
EliminarUn beso grande.
¡Qué bueno, paisa! Menudo final...
ResponderEliminarUn abrazo enorme.
Ya lo he editado tres veces y seguro que sigue habiendo erratas... Me parece que me miras con ojos indulgentes ;)
EliminarUn abrazo gigante.
Qué pedazo de relato, compi... como todos los tuyos, vaya :)
ResponderEliminarSi que es un poco largo, pero los tengo chiquititos también, vaya :P
EliminarBeso muy grande, compi.
ResponderEliminarPlas, plas, plas… Bravoooooo
Qué bueno, Pedro. Mira que estoy acostumbrada a leerte y, sin embargo, todavía continúas sorprendiéndome. Gracias :-)
Un fuerte abrazo.
No siempre lo conseguiré, pero ten por seguro que voy a seguir en el intento. Besos y abrazos.
EliminarEncantada de leerte de nuevo en este relato de misterio (tus micros me gustaron muchísimo).
ResponderEliminarUn saludo.
Encantado yo de que sean de tu agrado. Vuelve siempre que quieras, pues estas ramas son tuyas también.
EliminarUn saludo.