La noche y la niebla se habían aliado para hacer intransitable aquella carretera comarcal. El foco apenas alumbraba unos metros hacia delante y el riesgo de acabar empotrado contra uno de los espectrales troncos de eucalipto era demasiado alto, incluso para un avezado motero como él. Por eso, cuando los jirones de la neblina dibujaron un muro a su izquierda, no se lo pensó. Nada más aparecer el camino que salía de la ruta, tomó el desvío. Apareció una puerta reja forjada. Dejó que el motor de la Harley Davidson rugiera un rato antes de apagarlo. Puñetera suerte, la construcción era un cementerio. Tampoco dudó demasiado. Tenía los dedos agarrotados por el frío y la humedad a pesar de los guantes de cuero. La alternativa era volver a jugársela en la incertidumbre del asfalto invisible. Se quedaría a pasar la noche allí, no le asustaba el lugar, apacible por otro lado. En peores plazas había toreado. Tal vez su negra fortuna le diera un respiro y encontrase un refugio hasta el amanecer. Puso la pata de cabra en posición para que la moto descansara a su vez y se acercó a la entrada. La verja se quejó pero le permitió entrar. Encendió un cigarrillo para que le acompañase en el trance. Tosió y escupió algo espeso. Con la linterna de la mochila iluminó los caminos que trazaban calles entre hileras de tumbas, todas ellas antiguas y sin flores. No se escuchaban otros ruidos que los de sus botas arañando la gravilla. «Así dormiré mejor», se dijo mientras arrojaba al suelo la colilla a medio fumar. Paseó su figura entre sepulturas hasta que el calor retornó a sus miembros. Después de algunas vueltas, se abrió la cazadora. Tras el frío del viaje, ahora estaba sudando. Algo andaba mal, pero lo dejó pasar. Mejor así que aterido. Era ese maldito lugar, como si no pertenecieran al mismo mundo. A pesar de que la niebla seguía instalada a unos palmos del terreno, la atmósfera era cálida como una tumefacción y se adhería a una piel que era incapaz de absorberla. «Al menos no será un mal refugio hasta que llegue la mañana», decidió. «Si es que llega…». Las últimas palabras flotaron en su mente. Estaba seguro de que no las había pensado él mismo. Sacudió la cabeza para despejarlas, mas fue tan inútil como tratar de despegarse de la niebla. Movió la linterna, desorientado. Algo invisible tiraba de él en una dirección que ya no era capaz de reconocer. Siguió el impulso y no avanzó demasiado hasta descubrir, bajo el haz de luz, una figura que se mantenía erguida de espaldas a él ante una fosa abierta. No era un ángel ni ninguna de las escabrosas esculturas con que los humanos acostumbraban a decorar los panteones. Pese a la inmovilidad, tenía la certeza de que se trataba de alguien esperando.
—¿Nunca piensas en tu muerte? —dijo el hombre entre las sombras sin encararlo.
Un escalofrío destempló el renovado calor corporal. La policía hubiera llegado acompañada de luces y sirenas. Sin embargo, aferró la empuñadura de la pistola en su bolsillo.
—Nunca —contestó—. Pensar en ella, la atrae.
—Es lo que solía decir tu compañero de celda y no le sirvió de nada.
Aquellas confesiones nocturnas eran solo para ellos, era imposible que el tipo lo supiera. Amartilló el arma con un chasquido.
—La muerte llega cuando debe llegar, ni un minuto antes ni un momento después. Puede acabar en una interminable agonía, pero has sido bendecido con la certeza de una despedida fugaz. Considérate afortunado—. Un dedo blanco como un hueso desnudo señaló el hueco abierto al cielo.
Tragó saliva y, con la certidumbre de quien descubre su destino, puso el seguro a su arma. No era consciente de haber caminado hacia ella y, sin saber cómo, se abría a sus pies como un abismo sin fondo. Quiso girar la cabeza y mirar al mensajero que, con tal exactitud, le anunciaba su última respiración, pero la voz habló en su cabeza. «Es mejor que no». Extendió un pie hacia el agujero y lo detuvo en un último instante de rebeldía.
—Puedes quedarte con la moto —dijo y avanzó hacia la negrura.