Alejandro se disculpó con la pareja de la mesa del al
lado. Distraído como iba con los mensajes de su teléfono, no se había dado
cuenta de lo cerca que había pasado del respaldo de la joven. El chico no le
dio importancia y si lo hizo lo supo disimular. «Pimpollos», pensó y volvió a
su asiento dando gracias porque le diera tiempo a regresar del aseo antes de
que llegara Patricia. Esa noche, todo debería resultar perfecto. Jugueteó sin
ganas con el aperitivo, se moría de ganas de poner los labios sobre una copa de
Faustino. ¿Por qué nunca llegaba a la hora? Patricia salía a las cinco de la
oficina, había tenido tiempo de sobra.
—Nuestra mesa de siempre —comentó
nada más llegar. A Alejandro le sonó a buen presagio.
—Nuestra mesa de siempre para romper
con el pasado, Patricia —contestó al levantarse con caballerosidad. Ella torció
los labios, pero aceptó que le acercara la silla.
—Y bien, ¿cuál es esa noticia que
tienes que darme, Alejandro? —No había calidez en su voz al preguntar.
—¿No puedes esperar un poco?
Disfrutemos de la cena, de la conversación y de la música.
Le dio la tregua pedida. Patricia
colocó la servilleta en su regazo y se puso a ojear la carta. Su vestido
ajustado y el perfume que la envolvía lo turbaban. Eran nuevos, no de los que
él le había regalado antaño.
—Estás preciosa.
Ella lo miró por encima del listado
de entremeses y Alejandro no alcanzaba a ver sus labios. Lo mismo podía
significar un «ya estamos» que un «buen intento, chaval».
—Creo que voy a pedir la tartaleta
de bacalao en vinagreta —anunció.
—Siempre ha sido tu favorita.
—Me sorprende que lo recuerdes,
después de tantos años —zanjó Patricia.
—Espárragos para mí. —El camarero
tomó nota—. ¿Qué quieres tú cariño?
Patty dio la vuelta a sus labios con
la punta de la lengua en ese gesto tan adorable.
—La de al lado ha pedido tartaleta y
parecía muy segura —dijo en un susurro cómplice para Alex.
—Lo que tú quieras, princesa. Es
nuestra noche. —El camarero esperó los segundos justos antes de apuntar en su
libreta. ¿Para beber?—. El vino de la casa estará bien.
—Gracias por traerme a un sitio tan
elegante, Alex. Es una maravilla, mis amigas no se lo van a creer.
—No es nada, Patty —dijo quitándole
importancia con un gesto de la mano, aunque había tenido que ahorrar para poder
arriesgarse a cenar a la carta sin temor a hacer el ridículo con la minuta.
—Bueno, ¿me lo cuentas ya o qué?
—Patty estaba un poco achispada.
—Un poco de paciencia, cielo, viene
a anotar los postres —dijo Alex señalando al camarero que sacó de su mandil
impoluto la libreta.
—¿Todavía tenéis ese postre de
chocolate fundido? —preguntó Patricia, devorada por los ojos de Alejandro.
—Nuestro chef ha ganado varios
premios con él, señora.
—Que sean dos y una botella de
Moett, por favor —ordenó Alejandro en busca de mantener el control.
—Como si hubiera algo que celebrar,
Alejandro —dijo Patricia con un mohín de disgusto.
—He vendido la empresa —anunció.
Patricia enarcó una ceja. Alejandro
se vio en la necesidad de hacer aclaraciones.
—Tendré más tiempo libre…
La cajita le quemaba en el bolsillo,
pero tenía que esperar el momento. Lo que hubiera dado por besar esa mancha de chocolat noir de sus labios. Lo había
estropeado todo, era consciente y ahora debía pagar las consecuencias.
Agradecía, empero, que Patricia no hubiera montado un numerito o, si se
apuraba, que aceptara su invitación. El momento pasó. Patricia se deshizo de
ella con la punta de su servilleta con la elegancia que siempre la había
caracterizado.
Lo del champán francés era
arriesgado, lo sabía. Lo más probable es que la botella quedara intacta para
regocijo del servicio al cerrar o que acabara bebiéndola a solas en la mesa de
siempre. Con el pulso rebotando en sus arterias, dobló la servilleta y sacó de
la chaqueta la caja de Cartier.
No sabía a dónde mirar. Tenía a Alex
a sus pies, de rodillas, y un anillo de brillantes en una cajita entre los dos.
—¿Te casarás conmigo, Patty?
Llevaba tanto tiempo esperando… No
había tenido el valor de echarle en cara que no le importaba que no hubiera encontrado
un trabajo estable, que ya se las apañarían con el suyo de momento, que estaba
dispuesta a todo por él. Y ahora que por fin había llegado el momento, no le
salían las palabras. Quería dar el sí, que no sufriera más, demasiado bien
sabía lo que su timidez estaría atormentando al pobre Alex. Su Alex.
Un sonoro bofetón restalló en la
mesa de al lado. La elegante señora había dejado plantado a su acompañante, ese
caballero tan simpático, con una sola frase:
—Eso se lo das ahora a tu
secretaria.