Este es el relato con el que he participado en la última edición del Certamen Internacional Aste Nagusia de 2015. He querido esperar a sacarlo del baúl a una fecha especial: el día de comienzo de la Semana Grande de Bilbao. Espero que os guste.
Amanece el sábado, dieciséis de agosto, el día en que se perderá el primer txupinazo de su vida. Es mediodía y aún retoza en la cama con pereza de sexo satisfecho. Él ha salido temprano. Ni siquiera recuerda su nombre y él tampoco ha querido quedarse a desayunar. Lo entiende. Se debe a su familia, aunque no por ello ha dolido menos. ¿Será siempre así? No se ha enamorado, eso sí que tendría gracia. Es más bien la acumulación de sensaciones en un cuerpo que por fin se ha visto colmado. Ahora mismo no podría con otro asalto, está felizmente exhausta. Razón de más para que ninguna nostalgia sea comprensible. Es hora de salir de la habitación del hotel Abando. No ha escuchado el estallido en sus oídos, sino que ha palpitado en su pecho. Consumatum est. Se pregunta cómo habrán sido esos momentos en los que, tras la tensión acumulada durante el pregón, el txupinazo descorcha el espíritu festivo. La txupinera ha dado comienzo a la Aste Nagusia y, aunque le da miedo saber, no consigue vencer el impulso de salir a comprobarlo.
Colón de Larreategui es ya una calle repleta de gente. Aún falta una hora para la apertura de txosnas, pero tanto los bilbaínos como los numerosos visitantes están hambrientos de descubrir lo que la Semana Grande esconde para los próximos nueve días, de anticipar la fiesta en toda su extensión. Conforme se acerca al Arenal, bajando el puente a través de una verdadera marea humana, detecta los primeros detalles: la gente habla en corros sin alzar la voz, a pesar de tener que competir con los altavoces que emiten a todo volumen la segunda o tercera versión de Badator Marijaia de Kepa Junquera. Algo ha sucedido durante el txupinazo. Hay luces de policía y alguna sirena policial en medio del revuelo que se intuye en el Teatro Arriaga. El Arenal está lleno de una hostilidad que solo ella puede sentir, como si de pronto, todos los desconocidos que la rodean fueran a señalarla con el dedo como culpable de lo ocurrido allí. No ha sido buena idea. Decide cambiar de rumbo y retrocede lo justo para bajar por la rampa hacia el muelle de Ripa. En su pecho pugnan su amor por las fiestas y la sensación de que es una extraña que solo viaja al Botxo para vivir la Aste Nagusia. ¿Acaso no es todo una gran mentira hipócrita? La diversión se convierte en ceniza en su boca. Solo de pensar en acudir a los eventos de costumbre, los toros, la bajada de las comparsas o los concursos gastronómicos, le atenaza una náusea en las entrañas, esas que vibraban en la habitación del hotel tan solo unas horas antes. Eso sí que no se lo quita nadie. Se siente mujer como nunca antes, con pleno derecho sobre su cuerpo, sin que nadie decida por ella o le diga dónde y a qué hora debe estar. Reconfortada, continúa su paseo y descubre rincones que, en los años pasados, no ha tenido tiempo de admirar. La Universidad de Deusto o los puentes sobre la ría; los flamantes rascacielos y los jardines que la jalonan. Ese Bilbao, su Bilbao, que es futuro.
El paseo es revitalizante. Se cruza con turistas de todas clases, la brisa alivia el calor y aleja de su mente las preocupaciones para quedarse con el sentimiento de libertad, de la caricia ávida sobre la aspereza de su amante, de la excitación de lo clandestino. ¿Podrá volver a disfrutarlo? Da media vuelta. Quiere regresar al hotel, darse un largo baño y bajar a cenar. Le han recomendado las mollejas y ya casi puede saborearlas mientras rodea la pasarela del Zubizuri. Y después, volver a encontrarse con él. Le ha prometido un par de horas robadas a su familia. La punzada culpable dura tan solo un segundo, lo que tarda en recordar el ronco gemido de placer en su oído. Por un rato, casi se olvida de todo.
Se ha desviado para ver el interior del gimnasio en el complejo de las torres de Isozaki. En los enormes ventanales puede ver el reflejo de dos rostros que, por anodinos, reconocería en cualquier parte. Están de nuevo tras su pista, si es que la han abandonado en algún momento. Pero no, Él no le habría permitido seguir con esta bella locura de saber que… Ella está atada a Él de por vida, por la promesa de su propia madre. Sube corriendo las escaleras en dirección a Mazarredo, en un vano intento por despistarlos. Si consigue llegar al Arenal puede perderse entre el gentío, pero está demasiado lejos. Angustiada, aviva el paso hacia los Jardines de Albia. Tal vez pueda confundirse con los que alternan entre las txosnas del Palacio de Justicia, el Café Iruña y el ambiente de la calle Ledesma. Ya lo divisa cuando deja atrás el Colegio de Abogados. La esperanza acaricia sus mejillas como la brisa de la ría hace tan solo unos minutos. En vano. Dos manos férreas la sujetan por ambos antebrazos. Para ella ha terminado la Aste Nagusia. Su momento de gloria.
Hace generaciones que no ha estado en su presencia, pero no ha olvidado lo imponente que llega a ser, lo diminuta que la hace sentir.
—No voy a suplicar tu perdón —dice con una valentía que no siente—. Haz de mí lo que creas conveniente, mas no hallarás arrepentimiento.
—Mi dulce Mari, sabes que te quiero como a la hija que nunca he tenido. Sabes, también, que no fue por mi voluntad que quedaras atada a las montañas, a cambiar de residencia cada siete años. Desde tu morada en la cara este del Anboto, has atendido a tus fieles y los ayudado a vencer a mi oscuridad con la eguzkilore, la flor del sol. Una y otra vez he permitido que impartas justicia y castigues la mentira. Eres libre de ir y venir por tus dominios.
Ella asiente cabizbaja. Sabe lo que viene a continuación. La voz tonante se tiñe de la impaciencia de siempre.
—A cambio, solo te he exigido cada año nueve días de tu vida, que desciendas a la ciudad y permitas a los seres humanos gozar de la fiesta y, a ser posible, liberar su bajos instintos para olvidarse de sus problemas por unas horas. Y ahora decides que esos días son demasiado, que han de ser también para ti. ¿Cómo puedes ser tan egoísta?
—¿Egoísta dices? —estalla Mari. Da por buenas las breves horas vividas en auténtica libertad, bajo la amenaza, sí, pero dueña de su destino—. Es la primera vez que me he sentido viva de verdad. No he hecho sino servir desde mi concepción. ¿Acaso es tanto pedir? Solo quería probar unas gotas de ese elixir que es la vida…
Su mirada le pesa, no le queda más remedio que encogerse. Es demasiado poderoso. Un solo pensamiento y ella desaparecería para siempre, incluso del recuerdo de sus cada vez más escasos fieles. «No me lo puede quitar todo. Esas horas han sido solo mías». Se prepara para la tormenta que se cierne y, por ello, se sorprende cuando la voz que le habla es ahora paternal.
—Los tiempos cambian. Tal vez sea hora de que nos pleguemos a sus corrientes. —Hace una pausa, parece resistirse a su propia decisión—. Esto es lo que harás y no hace falta que te diga que no es negociable. Volverás y serás el alma de la fiesta como lo has venido siendo hasta ahora. A cambio, podrás vivir la vida a tu aire durante otros nueve días, antes de regresar a tus montañas. Que el fuego que da fin a las festividades sea el de tu liberación. Así sea. Ahora…, fuera de mi vista.
Los bilbaínos suspiran aliviados ante la noticia: en las horas que siguen al amanecer del lunes de Aste Nagusia, en los almacenes del Teatro Arriaga han hallado a Marijaia, desaparecida desde el viernes. El txupinazo no fue el mismo sin ella, pero ahora podrán seguir disfrutando de su Semana Grande.
Nueve días
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Las mariposas que le corrían por el vientre han quedado tan desmadejadas como ella después de revolotear entre las sábanas que le cubren medio cuerpo. Le gusta esa combinación de calor saciado y escalofrío de piernas y brazos al descubierto. No se pregunta si debe esconder la mirada con discreción cuando, con el trasero al aire, su amante ocasional cruza la habitación a saltitos para entrar en el cuarto de baño. ¿Por qué habría de hacerlo? Si ella lo ha estado permitiendo, si casi lo ha fomentado en más de un sentido, hora es de predicar con el ejemplo. Mientras él canturrea en el aseo, ella medita en silencio y llega a la conclusión de que ha merecido la pena. Por primera vez, se ha saltado todas las costumbres y no se arrepiente. Se enfrentará a quien sea, pero tenía que saber cómo es conocer a un hombre guapo y seducirlo. ¿Y qué si ha elegido a uno casado? Sabe, los dos lo saben, que va para unos días como máximo, que lo suyo no tiene futuro. Lo asumen con mentalidad de disfrutarlo mientras puedan. Acaba de pasar las mejores horas de su existencia en una noche de viernes que jamás olvidará. Allá él y su vida. Ella no tiene por qué esconderse.
Amanece el sábado, dieciséis de agosto, el día en que se perderá el primer txupinazo de su vida. Es mediodía y aún retoza en la cama con pereza de sexo satisfecho. Él ha salido temprano. Ni siquiera recuerda su nombre y él tampoco ha querido quedarse a desayunar. Lo entiende. Se debe a su familia, aunque no por ello ha dolido menos. ¿Será siempre así? No se ha enamorado, eso sí que tendría gracia. Es más bien la acumulación de sensaciones en un cuerpo que por fin se ha visto colmado. Ahora mismo no podría con otro asalto, está felizmente exhausta. Razón de más para que ninguna nostalgia sea comprensible. Es hora de salir de la habitación del hotel Abando. No ha escuchado el estallido en sus oídos, sino que ha palpitado en su pecho. Consumatum est. Se pregunta cómo habrán sido esos momentos en los que, tras la tensión acumulada durante el pregón, el txupinazo descorcha el espíritu festivo. La txupinera ha dado comienzo a la Aste Nagusia y, aunque le da miedo saber, no consigue vencer el impulso de salir a comprobarlo.
Colón de Larreategui es ya una calle repleta de gente. Aún falta una hora para la apertura de txosnas, pero tanto los bilbaínos como los numerosos visitantes están hambrientos de descubrir lo que la Semana Grande esconde para los próximos nueve días, de anticipar la fiesta en toda su extensión. Conforme se acerca al Arenal, bajando el puente a través de una verdadera marea humana, detecta los primeros detalles: la gente habla en corros sin alzar la voz, a pesar de tener que competir con los altavoces que emiten a todo volumen la segunda o tercera versión de Badator Marijaia de Kepa Junquera. Algo ha sucedido durante el txupinazo. Hay luces de policía y alguna sirena policial en medio del revuelo que se intuye en el Teatro Arriaga. El Arenal está lleno de una hostilidad que solo ella puede sentir, como si de pronto, todos los desconocidos que la rodean fueran a señalarla con el dedo como culpable de lo ocurrido allí. No ha sido buena idea. Decide cambiar de rumbo y retrocede lo justo para bajar por la rampa hacia el muelle de Ripa. En su pecho pugnan su amor por las fiestas y la sensación de que es una extraña que solo viaja al Botxo para vivir la Aste Nagusia. ¿Acaso no es todo una gran mentira hipócrita? La diversión se convierte en ceniza en su boca. Solo de pensar en acudir a los eventos de costumbre, los toros, la bajada de las comparsas o los concursos gastronómicos, le atenaza una náusea en las entrañas, esas que vibraban en la habitación del hotel tan solo unas horas antes. Eso sí que no se lo quita nadie. Se siente mujer como nunca antes, con pleno derecho sobre su cuerpo, sin que nadie decida por ella o le diga dónde y a qué hora debe estar. Reconfortada, continúa su paseo y descubre rincones que, en los años pasados, no ha tenido tiempo de admirar. La Universidad de Deusto o los puentes sobre la ría; los flamantes rascacielos y los jardines que la jalonan. Ese Bilbao, su Bilbao, que es futuro.
El paseo es revitalizante. Se cruza con turistas de todas clases, la brisa alivia el calor y aleja de su mente las preocupaciones para quedarse con el sentimiento de libertad, de la caricia ávida sobre la aspereza de su amante, de la excitación de lo clandestino. ¿Podrá volver a disfrutarlo? Da media vuelta. Quiere regresar al hotel, darse un largo baño y bajar a cenar. Le han recomendado las mollejas y ya casi puede saborearlas mientras rodea la pasarela del Zubizuri. Y después, volver a encontrarse con él. Le ha prometido un par de horas robadas a su familia. La punzada culpable dura tan solo un segundo, lo que tarda en recordar el ronco gemido de placer en su oído. Por un rato, casi se olvida de todo.
Se ha desviado para ver el interior del gimnasio en el complejo de las torres de Isozaki. En los enormes ventanales puede ver el reflejo de dos rostros que, por anodinos, reconocería en cualquier parte. Están de nuevo tras su pista, si es que la han abandonado en algún momento. Pero no, Él no le habría permitido seguir con esta bella locura de saber que… Ella está atada a Él de por vida, por la promesa de su propia madre. Sube corriendo las escaleras en dirección a Mazarredo, en un vano intento por despistarlos. Si consigue llegar al Arenal puede perderse entre el gentío, pero está demasiado lejos. Angustiada, aviva el paso hacia los Jardines de Albia. Tal vez pueda confundirse con los que alternan entre las txosnas del Palacio de Justicia, el Café Iruña y el ambiente de la calle Ledesma. Ya lo divisa cuando deja atrás el Colegio de Abogados. La esperanza acaricia sus mejillas como la brisa de la ría hace tan solo unos minutos. En vano. Dos manos férreas la sujetan por ambos antebrazos. Para ella ha terminado la Aste Nagusia. Su momento de gloria.
Hace generaciones que no ha estado en su presencia, pero no ha olvidado lo imponente que llega a ser, lo diminuta que la hace sentir.
—No voy a suplicar tu perdón —dice con una valentía que no siente—. Haz de mí lo que creas conveniente, mas no hallarás arrepentimiento.
—Mi dulce Mari, sabes que te quiero como a la hija que nunca he tenido. Sabes, también, que no fue por mi voluntad que quedaras atada a las montañas, a cambiar de residencia cada siete años. Desde tu morada en la cara este del Anboto, has atendido a tus fieles y los ayudado a vencer a mi oscuridad con la eguzkilore, la flor del sol. Una y otra vez he permitido que impartas justicia y castigues la mentira. Eres libre de ir y venir por tus dominios.
Ella asiente cabizbaja. Sabe lo que viene a continuación. La voz tonante se tiñe de la impaciencia de siempre.
—A cambio, solo te he exigido cada año nueve días de tu vida, que desciendas a la ciudad y permitas a los seres humanos gozar de la fiesta y, a ser posible, liberar su bajos instintos para olvidarse de sus problemas por unas horas. Y ahora decides que esos días son demasiado, que han de ser también para ti. ¿Cómo puedes ser tan egoísta?
—¿Egoísta dices? —estalla Mari. Da por buenas las breves horas vividas en auténtica libertad, bajo la amenaza, sí, pero dueña de su destino—. Es la primera vez que me he sentido viva de verdad. No he hecho sino servir desde mi concepción. ¿Acaso es tanto pedir? Solo quería probar unas gotas de ese elixir que es la vida…
Su mirada le pesa, no le queda más remedio que encogerse. Es demasiado poderoso. Un solo pensamiento y ella desaparecería para siempre, incluso del recuerdo de sus cada vez más escasos fieles. «No me lo puede quitar todo. Esas horas han sido solo mías». Se prepara para la tormenta que se cierne y, por ello, se sorprende cuando la voz que le habla es ahora paternal.
—Los tiempos cambian. Tal vez sea hora de que nos pleguemos a sus corrientes. —Hace una pausa, parece resistirse a su propia decisión—. Esto es lo que harás y no hace falta que te diga que no es negociable. Volverás y serás el alma de la fiesta como lo has venido siendo hasta ahora. A cambio, podrás vivir la vida a tu aire durante otros nueve días, antes de regresar a tus montañas. Que el fuego que da fin a las festividades sea el de tu liberación. Así sea. Ahora…, fuera de mi vista.
Los bilbaínos suspiran aliviados ante la noticia: en las horas que siguen al amanecer del lunes de Aste Nagusia, en los almacenes del Teatro Arriaga han hallado a Marijaia, desaparecida desde el viernes. El txupinazo no fue el mismo sin ella, pero ahora podrán seguir disfrutando de su Semana Grande.
Me gusta cómo introduces lo fantástico en lo aparentemente cotidiano, de forma natural, en esta historia de amor a la vida y a la magia.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Jose Antonio. Realidad y magia, para mí, siempre van de la mano, me gusta jugar con la infinidad de posibilidades que ofrecen. Nos leemos.
EliminarUn abrazo.
Yo ya había pillado a Marijaia desde el principio. La mujer también tiene su derecho a ser feliz... Has hecho bien en concederle esos nueve días!
ResponderEliminarGora Marijaia!
Muxuak!
;)
Se lo merece, ¿verdad? Por tantos momentos que nos ha proporcionado y porque todos merecemos ser libres para gozar de nuestro tiempo.
EliminarMuxuak!