Prefiero las corrientes



Dedicado a Pedro Ignacio Tofiño, sufridor de trolls y otros entes

Nadie podrá convencerme de que existe la justicia poética. Lo sería si pudiera escribir un poema y metérselo por el culo al Troll. En llamas. Cuando empecé a trabajar en esa oficina, me pareció el lugar ideal. «Ojalá pudiera jubilarme en este sitio», fue uno de mis felices pensamientos cuando cobré mi primera nómina. Fueron dos años de formación y trabajo duro, pero también de compañerismo y satisfacción por la labor bien hecha. Ni se me pasaba por la cabeza reflexionar sobre el destino de aquellos memorandos redactados al filo de la hora de salida o del objeto de las reuniones de equipo, en las que a la responsable del departamento se le llenaba la boca de cifras y gráficos frente a una presentación de Powerpoint y que no calaba en nuestras mentes más allá del cafelito de después de comer en el bar de la esquina y las partidas de mus cuando hacíamos jornada intensiva.

Setecientos treinta y siete días después de la firma de mi contrato laboral, llegó el Troll. Confieso que fui el autor del mote, el primero que había colocado en mi vida, pero no llevaba ni dos horas sentado en la mesa de enfrente y la imagen de aquellos seres que perseguían a David el gnomo en los dibujos animados acudió a mi mente como si tuviera la tele delante. No tengo nada en contra de la obesidad. Yo mismo tengo una pancita sedentaria que no me incomoda demasiado, salvo por los agujeros del cinturón. Sin embargo, en el caso del Troll, era simplemente el marco que perfeccionaba el cuadro. El bigotito recortado bajo la nariz, el pelo engominado hacia atrás y, sobre todo, un intenso hedor a falta de aseo diario que se imponía sobre la pulcra blancura de las camisas que su esposa le planchaba con precisión milimétrica, deslucidas por los perpetuos cercos de sudor en la americana que ni en la mejor lavandería podrían eliminar.

La primera vez que dejé sobre su mesa los restos de mi tubo de desodorante, se quedó mirándolo casi un minuto hasta que, con un rezongo ininteligible, lo cogió y se fue en dirección al baño. Suspiré ante la perspectiva de lograr una tregua aunque fuera solo por una mañana. Cuando regresó, no solo constaté que no lo había usado, sino que se había deshecho del envase. No tuvo ni la lucidez de preguntar por su propietario. Se giró en su silla hacia la ventana y sesteó haciendo como que leía un informe al que nunca pasaba las páginas. Hubo un segundo y un tercer intento de aportar desahogo a las glándulas sudoríparas de sus axilas, todos infructuosos. Llegué a sufrir varios catarros severos porque me veía obligado a abrir la ventana incluso en los más fríos días de invierno.

La citación del director general no me pilló de improviso. Se rumoreaban los ascensos y yo tenía unos cuantos boletos. Fueron unos minutos tensos de espera, sentado bajo la mirada de su secretaria en la antesala de su despacho. Desde dentro, unas voces se aproximaron a la puerta. La cita anterior se despedía junto a las hojas y me llegaba el rumor de una charla cómplice. Lo que no me esperaba en absoluto fue ver al Troll salir cuando terminaron de despedirse con un apretón de manos. Apestaba a colonia barata que apenas disimulaba su habitual pestilencia. Tuvo incluso las agallas de acercárseme, darme una palmada en el hombro y susurrarme con aliento fétidos un: «Otra vez será, chaval. No gastes más en desodorantes» que me humedeció las orejas por dispersión de saliva durante unas horas.
Mi reunión con el director fue cordial y breve. Me conminaba a seguir en la brecha y esperar mi momento. Ahora soy feliz. Al Troll le dieron un despacho en otra planta y yo puedo cerrar las ventanas en pleno enero.


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2 comentarios:

  1. Bueno, podría haber sido peor -el desenlace, claro.
    Es una buena historia: realista y bien narrada.
    Un abrazo.

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    1. Gracias. Me la sugirió un amigo tocayo para una de las quincenas de Netwriters y así salió. Gracias por la visita. Un abrazo.

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