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Otra Margarita - Sorolla |
El mentón reposa sobre el broche de la toquilla, las manos se
abandonan sobre el regazo, vencidas por el hierro de las argollas. Se sabe
condenada de antemano, antes del juicio que espera con resignación, ajena a los
ojos de sus custodios, rancios alientos de tabaco y vino con capote verde.
Resbala la mirada por un vestido tan deshecho como sus esperanzas. La única
venia que espera del juez es que no la lleven al cadalso con esta ropa ajada de
celda y lágrimas secas.
En el banco de enfrente
aguardan las meretrices. Entraron con estridencia, dedicándose toda suerte de
apelativos soeces y haciendo gestos lascivos hacia los guardias, que las han
ignorado con el aburrimiento de la rutina. También a ella, a Margarita, han
dedicado burlas y pullas hasta que, finalmente, se han contagiado de su
silencio. Ahora callan o se hablan entre susurros. Saben quién es, no queda
nadie en la ciudad que lo ignore. No matas a un marqués y te abandonas al
abismo del olvido. ¿Qué importan los motivos? Él era un Grande, ella una
insignificante vendedora de cerillas en un elegante bodegón. Tenía hambre,
frío, y nada con que pagar el cuartucho de la pensión de la Venancia. Cómo resistir la sonrisa melosa, el porte
señorial de bastón con pomo de oro del de verdad. "Chiquilla, estás
tiritando…, pero… ¿tú has comido?"
Las promesas se las
llevó el viento, junto con su virtud, obligada a soportar toda clase de actos
aberrantes encerrada en un sótano. Vístete con esto, ahora quítatelo. ¿Sabes
para qué sirve esto, niña? Las risas escandalosas de los invitados a sesiones
privadas, el olor a licor y a puro, las marcas en la piel… y las horas malditas
en la penumbra de la mazmorra, a la espera del siguiente martirio. Los
recuerdos de Ciluengos, su pueblo natal, eran el único refugio para aferrarse a
la cordura.
Levanta la vista y se
gira para mirar a los guardias. Un vaso de agua, unas palabras, cualquier cosa
mejor que el escrutinio de las muchachas, el silencio de las tablas del solado
o la niebla de unos recuerdos que sangran.
Virgencita de los
desamparados, que termine ya, que acabe el garrote con este horror. No quiere
revivir de nuevo el día que, convencido de su docilidad, el marqués de Rosamora
se dejó atar a los barrotes del camastro con ropas de seda, convencido de haber
hallado un filón de gozo diferente. Se dejó hacer. Cada corte, el pago por una
vejación; cada golpe, justa retribución por cada risa humillante.
Margarita, asesina
confesa con alevosía y ensañamiento, mueve por fin las manos. Las desliza por
un vientre que creía yermo. Quiera el buen Dios que nadie se percate, que el
verdugo sea diestro y se lleve así con ella, el último recuerdo del marqués de
Rosamora.
Qué fuerte... y qué justo... Buen relato. Por cierto, este no está compartido en tu twitter :)
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