«Llego tarde, llego tarde, la fiesta habrá empezado ya…», murmuraba una y otra vez mientras los anteojos se le empañaban por efecto de la condensación del sudor. Llegaba tarde, sí, y para un obseso de la puntualidad como él era una sensación insoportable. Corrió como nunca, con el rabillo del ojo puesto en su reloj de cadena. Corrió e ignoró a todo el mundo, incluida aquella niña tan fastidiosa. Cuando por fin llegó a la fiesta ya había concluido, pero al sombrerero y al gato no pareció importarles en absoluto.
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