Prosopagnosia




Emina entró en el restaurante con los nervios atenazados en el estómago. Desde su separación no había vuelto a ver a Mel y ahora, seis meses más tarde, llevaba tres llenándole el buzón de mensajes tras lo que él denominaba su viaje iniciático. Quería verla, hablar de ellos dos y quién sabe de qué más. Mel le había facilitado la tarea. Llevaría un traje azul marino y una corbata de seda roja para evitar odiosos malentendidos. No en vano, se había largado tras la enésima situación embarazosa. Emina lo había pasado mal, no conseguía superar el sentimiento de pérdida. Su claudicación anticipada se había producido al incluir en el SMS de respuesta que estaba sometida a terapia.
Paseó la vista entre las mesas. Era la noche del viernes y no había ninguna libre. Tuvo un primer momento de pánico. Distinguía al menos tres trajes azules. Parada en los escalones que descendían al comedor, aguardó el gesto que le indicara hacía dónde dirigirse. Alguien se levantó y le hizo una seña con la mano. Emina soltó el asa del bolso que aferraba como tabla de salvación y se animó a sonreír. Una vez ubicada, podía dominar la situación.
Mel se arrancó del modo dulce y educado de los primeros tiempos. Le separó la silla para que se sentara y después tomó asiento al otro lado. Atendió las indicaciones del maitre y dio su aprobación al vino. Una vez a solas, Mel dejó en suspenso el comienzo de la conversación. Emina le dejó hacer. La iniciativa era para él.
–He dejado de fumar pero me ha dejado una faringitis crónica de regalo y esta voz aguardentosa.
Emina dio un respingo. No era la forma imaginada para el inicio de aquella conversación. En cierto modo, él la guiaba en las pautas de reconocimiento que la doctora le había enseñado. La voz, los gestos, las manos, eran los detalles que debía memorizar para identificar el maremágnum de rostros cambiantes que su cerebro no lograba procesar. Mantuvo la compostura como pudo, dedicando el tiempo a analizar los detalles del rostro que Mel le presentaba ese día. Estaba muy guapo.
Parecía preocupado de veras. Tal vez estuviera desandando la ruta de fuga que había tomado cuando todo se fue al garete.
—Tampoco esta lesión fue culpa mía, Mel. Al menos tú fumabas porque querías.
Mel asintió. Estaba cediendo en todo y a Emina le gustaba lo que veía. Pero no se rendiría tan pronto.
—Me has dado bien el coñazo con los mensajitos. Estuve a punto de denunciarte por acoso.
—Pero no lo hiciste. Emina, sigo enamorado de ti y estoy convencido de que podemos volver a intentarlo. Fui un idiota. En lugar de esta a tu lado, apoyarte y facilitar las cosas, me largué. No volverá a suceder, te lo juro. No me separaré de ti más allá de lo que las rutinas diarias nos obliguen.
Emina dio un pausado sorbo al Ribera. Necesitaría tiempo, no se lo pondría fácil.
—He hecho progresos, pero es incurable, Mel. La doctora Mendel me lo dejó bien claro. Tu rostro será un extraño para mí cada vez que te mire, cada vez que mire a cualquiera, pero eso no significa que me abandone a la promiscuidad. Aquella confusión en el hotel… Se aprovechó de mí, Mel. Yo estaba convencida de estar contigo. –Emina lo soltó de golpe. Se lo había dicho a sí misma tantas veces que había llegado a creérselo.
—Ahora lo sé, mi amor. Espero que sepas perdonar mi debilidad y mis celos. Te amo y deseo que esto funcione. Empecemos de novios, sin prisas…
A Emina aquello le gustaba cada vez más. “Amor mío… te amo” eran palabras que había relegado al recuerdo de los buenos tiempos. Podían apoyarse en ello para superarlo. Juntos. Emina flotaba entre efluvios de vino tinto y el sabor de los mejores comienzos.
Mel la despidió en el portal con un beso en los labios y la promesa de llamarla al día siguiente. Cuando la sedujo en el Excelsior, ya había estudiado a fondo a su nueva víctima. Deshacerse de Mel, del auténtico, había sido sencillo en el Caribe.

Imagen: Deenesh Ghyczy

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4 comentarios:

  1. No reconocer el rostro de los demás debe ser angustioso. Tú lo llevas a un extremo de humor negro muy propio de los relatos de Roald Dahl.

    Un abrazo.

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  2. Me halagas, estimado. Dahl siempre me ha impresionado.

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