Estampé mi firma con satisfacción. Había empleado tiempo
y recursos para lograrlo, pero al fin era mía la Villa de las Flores, hogar
ancestral de la familia Villena. En su interior, verdadero objeto de mi deseo,
la magnífica biblioteca, reunida a través de generaciones.
El portón de acceso cedió con
facilidad a la llave, un detalle de buen agüero. Fascinado, exploré mis nuevos
dominios hasta encontrarla. Paredes recubiertas de libros de todos los tamaños
y encuadernación: enciclopedias, tratados, antologías… Apenas llevaba unos
minutos en la mansión y ya me sentía como en casa. Ansiaba perderme en aquella
biblioteca, sumergirme en lecturas únicas en el mundo o en la mera
contemplación de aquellos anaqueles cuyo contenido era un tesoro.
Qué estupidez. Tenía a mi
disposición una de las mayores colecciones privadas y, sin embargo, me sentía
atraído por aquel libro solitario que había quedado relegado tras el abandono
precipitado de la familia. Reposaba en un atril, abierto todavía por la página
que mi predecesor había marcado con la cinta roja. Sería un buen comienzo dar
continuidad a esa lectura, un silencioso homenaje a su anterior propietario.
Mi capacidad de lector crítico quedó
en entredicho. No era capaz de discernir una historia, un solo pensamiento en
aquella amalgama de frases incoherentes, más propias de un escritor perturbado.
Provocado en mi más secreto orgullo, a punto estuve de cerrar el libro para
siempre y arrojarlo a la chimenea. Cerré el libro y me fui a dormir, aunque fui
presa de un sueño en el que el volumen de tapas negras me urgía a continuar su
lectura y descifrar su secreto. A medianoche…
***
Desperté ofuscado. El desánimo había
tomado el lugar del entusiasmo del primer día en la villa. Nunca antes se había
desquiciado mi descanso de aquella manera. Debía hacerlo a medianoche… ¿Hacer
qué? ¿Destruir el libro? Tal vez se tratase de una especie de ritual… La falta
de adecuado descanso hacía mella en mi talante escéptico.
A pesar de todo, no me acerqué a la
biblioteca en todo el día, atrincherado en la redacción de diversas cartas en
mi flamante despacho. Por la noche, tras una cena fría, el descanso se
convirtió en una repetición de la pesadilla, protagonizada ahora por una mujer
de semblante sereno en una tez pálida como la luna llena y cabellos
ensortijados, que imploraba mi ayuda con gestos que yo era incapaz de
interpretar. Sometido a su embrujo en descanso y vigilia, no me cabía sino
afrontar el misterio.
Con renovado valor, mediada ya la
mañana, me dirigí a la biblioteca dispuesto a todo. Cargué la copa de un brandy
espeso que apuré sin titubeos. Antes de sumirme en la lectura examiné con una
lupa el tomo, sin hallar marcas ni señales de interés. No había título ni autor
aparente. Me concentré de nuevo en el galimatías de oraciones sin sentido. Los
trazos de tinta impresa se alargaban como zarcillos que intentaran apoderarse
de mi cordura en una lucha desigual en la que estuve a punto de sucumbir. Mi
único apoyo era el recuerdo de la dama pálida. Apelé al sentido común. La
racionalidad no podía ceder ante la superstición. Aquello no era nada más que
un simple libro.
Leí sin cesar, página a página, sin
atreverme a saltar un solo párrafo por temor a perder información de
importancia. Con el discurrir de los capítulos fueron tomando forma imágenes en
mis retinas como si de un cinematógrafo se tratara. Rostros de una familia de
opulencia manifiesta en sus ropas, maneras y que se encontraban sin duda alguna
en el interior de la Villa de las Flores. Eran ajenos a mi observación. Tan
solo la dama del cabello rizado mantenía su mirada fija en mí, empujándome a
continuar. «Medianoche», leía ahora con claridad en sus labios. La historia
oculta cobraba sentido entre aquellas hojas: la desaparición repentina de la
familia Villena. Imposible saber de qué modo habían quedado atrapados. La mujer
reclamaba mi ayuda, tal vez la única esperanza de liberación. Debía continuar
la lectura hasta la medianoche, era la clave. Sin embargo, un sutil temor
comenzó a calar en mi propósito. Ignoraba si todo aquel montaje no era sino una
trampa para aprisionarme a mí también. La promesa que leía en sus ojos faltos
del brillo de la vida no parecía un aliciente poderoso como para abrazar tales
riesgos. Fue necesario recurrir a toda mi voluntad para poder levantar la
mirada de la atracción magnética de aquellas líneas de texto. El reloj de pared
marcaba las once y cincuenta. Fuera, la noche era absoluta. Llevaba todo el día
encerrado entre aquellas palabras, una prisión elocuente que terminó por decidirme.
Cuando consideré que el hoyo era lo
bastante profundo, dada mi escasa aptitud para el trabajo manual, arrojé el
libro a su interior, con la esperanza de haberme deshecho de un inquilino
inquietante y de una amenaza a mi derecho de propiedad sobre la villa. Desde el
jardín, a través de la ventana abierta de la biblioteca, podía escuchar como el
carillón marcaba las doce campanadas.
Qué gran relato, paisa...
ResponderEliminarUn abrazo enorme.
Gracias, cielo.
Eliminar¡Besos!