A menudo las tumbas abiertas parecen bocas que expelen un
hedor insoportable. Otras veces, en cambio, son agujeros modestos que aguardan
con discreción a ser ocupados. Cuando llegamos a la salida del cementerio, mis
padres conversaban animados. Les había parecido que, al acercar la vela, Elvis
había abierto los ojos. Entonces, me di cuenta de que Lily se había quedado
atrás. Le gustan tanto los camposantos que se queda ensimismada ante las
lápidas. Me perdí entre los pasillos, distraído por la cháchara de los cipreses
en calma. Anabel, tan inocente, aprovechó para interceptarme desde la trasera
de un contenedor repleto de herrumbre. Con su manita, alzó para que pudiera
verla bien una menuda bolsa de plástico transparente y sus ojos azules
brillaron tanto que iluminaron su pelo. «Son las bridas que necesitamos para
ayudar a mamá», me dijo. Inspiraba tanta ternura que me daba apuro decirle que
ni esas piezas de plástico ni ninguna otra podrían obrar la magia. Le sonreí
como pude y me alejé en busca de Lily.
No sé muy bien para qué. Sospecho que nadie más puede verme.
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