Cuando me colé por la azotea del
banco, no imaginaba cómo acabaría la noche. No estaba planeado, pero sucedió
así. Como te lo cuento. Me había preocupado por buscar una fecha tranquila, y
sabía que Bilbao en esa semana de Agosto estaba inmersa en su semana de
fiestas: la Aste Nagusia. Los bilbaínos viven esos días de diversas formas,
pero las posibilidades de encontrar a un alto ejecutivo del BBVA en los
despachos superiores un viernes a la hora de los fuegos artificiales eran prácticamente
nulas. A menos que, como descubrí demasiado tarde, ese bastardo quiera
disfrutar de sus privilegios y tener una vista espectacular desde su minarete
acristalado en el último piso del rascacielos.
La seguridad fue un paseo, un juego
de niños. Yo, Mónica Lefevre según mi último pasaporte, lo había sido todo en
ese mundillo. Sistemas muy superiores a éste eran creaciones mías, durante mi
etapa de servicios a agencias gubernamentales y secretas. Tal éxito me obligó
incluso a simular mi propia muerte para evitar la persecución ¿Lo entiendes?
Descubrí, justo a tiempo, que una de las formas habituales de asegurar la
impenetrabilidad de un sistema era eliminar al diseñador y demás implicados.
Los antiguos faraones ya lo hacían para preservar sus tumbas frente a los
profanadores.
Acudió a mí la rutinaria punzada de
culpabilidad, como cada vez que
recordaba mi «desaparición». De no sentirse sola, mi hermana hubiera
podido llamarme para que la socorriera. Se habría resistido de inicio, sí. Era
orgullosa la condenada; ambas tan parecidas. No tenía necesidad de pasar por el
desalojo que la llevara a unirse a la oleada de suicidios. Mis cuentas
corrientes en Suiza podían pagar, sin resentirse, diez veces el valor de su
hipoteca, con sus intereses de demora, más las costas, tasas judiciales y demás
gastos. Lorena ya me había llorado, no había canales de comunicación entre
nosotras. De acuerdo, yo lo había hecho por su seguridad además de la mía.
Cuando tratas con determinada gente, la familia y seres queridos se convierten
en blancos evidentes. Sin embargo, el resultado había sido el mismo. Una y mil
veces le daba vueltas al tema —durante el día y en mis pesadillas— intentando
en vano liberar mi responsabilidad y la única vía de escape que encontré había
sido dirigirla contra el otro actor en el escenario: los bancos. El primer
golpe lo había demostrado. Sin dejar rastro, había limpiado algunas cajas
negras de la entidad bancaria que había ejecutado la hipoteca a Lorena. Los
fondos, desviados a cuentas invisibles y posteriormente convertidas a efectivo.
Engorroso, pero seguro y eficaz. Destino: donaciones anónimas a organizaciones
de ayuda a personas desfavorecidas ¿Complejo de Robin Hood? Ni de coña. Mi vida
estaba más que resuelta, aunque sin herederos a quien dejar legado. Mi verdadera
finalidad era hacer daño a los cabrones que la habían matado. Porque habían
sido ellos, no yo. Mi único pecado era no haber estado a su lado para salvarla,
y no veía con malos ojos paliar mis pecados con buenas acciones.
Te preguntas por los motivos para mi
presencia en la central aquel día. En mi mundo no te ensucias las manos. Una
potente terminal con acceso a ilimitados servidores que borren tu rastro y el
dinero cambia de mano en milésimas de segundo. Limpio y rápido. No te mentiré. Estaba
allí por vanidad; porque podía. Mi primera operación no había tenido
repercusión, así que me ocupé de que las siguientes la tuvieran. Junto a los
fondos no oficiales sustraídos, filtré la desaparición de dinero legal del
banco. A los periodistas se les hizo la boca agua. La historia no era para
menos y ya había sido portada. D. Mónica se había convertido en Demónica, una heroína de feria. Y tal
vez era eso mismo. Si me hubieran visto ahora… Un traje negro ajustado, arnés
y bastante tecnología adosada. Y aquellas gafas para ver en la oscuridad. Como salida
de un comic.
Pero la realidad era bien distinta.
Quería dejar mi sello personal. Que supieran que yo había estado allí, pese a
no existir oficialmente. El mensaje tenía que llegar alto y claro. El móvil era
la venganza, no la justicia. Quería ver el miedo en sus satisfechas caras de
Armani.
El tipo no me vio llegar. Con las
manos enlazadas a la espalda, vestido de sport dada la festividad, contemplaba
el espectáculo pirotécnico como un capitán observa el océano desde su puente, o
mejor aún, como el reyezuelo a sus súbditos desde el balcón de su torre del
homenaje. Su cima del mundo. Me pareció apropiado dejar mi marca personal sobre
su mesa en sus mismas narices. Que fuera consciente de que me había tenido a su
espalda desguarnecida. Que despertara por la noche bañado en su propia
exudación.
El gilipollas no debería haberse
girado mientras me acercaba sigilosa. El atronador retumbar de las flores
multicolor en el cielo bilbaíno eran mi cobertura perfecta, el camuflaje ideal.
Pero el capullo tenía un copazo servido sobre la descomunal mesa de despacho a
su espalda. Justo entre él y yo. Se inclinó a coger el trago con gesto
satisfecho. Mi error de cálculo se convirtió así en su final. Pude leerlo en
sus ojos atónitos. Cierto. Pude limitarme a reducirlo. Ni siquiera tenía el rostro al descubierto.
No soy un portento físico, pero tenía una Beretta con silenciador. Mi pasado
con las agencias me habían convertido en mujer precavida. De nada le valía su
prepotencia frente a la situación. Se meó encima cuando le apunté con ella. Me
embargó una poderosa sensación adrenalínica. Nada me había preparado para
aquello. Una vorágine de placer orgásmico. El poder de vida o muerte. Si no lo
has experimentado, no sabes de qué te hablo. Las explosiones seguían llenado
los silencios que conducían a la muda tensión previa a la traca final. Él
hablaba. Movía los labios, pero yo no escuchaba. Estaba arrebatada en mi
momento de gloria. Su terror, mi deleite. No había disfrutado de nada parecido
en toda mi vida.
Exultante, di el paso al siguiente
nivel. Las detonaciones encubiertas por los cohetes. Dios. El placer anterior
se quedaba corto ahora. Ya no era cuestión de venganza, sino una turbulencia
del más puro gozo. Después de tantas vueltas en mi vida, había hallado mi
pasión. Mientras su cuerpo caía exánime sobre la moqueta, reí a carcajadas.
Risa voluptuosa en los timbales de la sinfonía de aquella traca que era la
banda sonora de mi triunfo.
Los diarios no hablaron más de la
justiciera. Los titulares la sustituyeron con prontitud por la palabra asesina
en letras negras. Seguían siendo míos, pero la admiración había sido sustituida
por el estupor. Necios. El ejecutivo tenía familia, pero mi única compasión se
dirigió a la jefa de seguridad del banco, fulminantemente despedida. Gajes del
Oficio. En la televisión, los contertulios trataban de explicar la caída de su
nuevo ídolo y expertos sociólogos y psiquiatras debatieron hasta lo imposible. Solo
yo conocía la verdad: había descubierto que me gustaba matar. Lo adoraba. Así de sencillo. Y lo seguiría haciendo. Vaya
que sí.
Fotografía: torre BBVA Bilbao. Fuente: Wikipedia
Fotografía: torre BBVA Bilbao. Fuente: Wikipedia
Magnífico relato, Pedro. Me ha gustado mucho como has sorteado el Aste Nagusia, para adentrarnos en una trama del mejor género negro. Y todo esto con el trasfondo de esa realidad tan terrible de los desahucios, el abuso de los bancos… Y ese final tan impactante.
ResponderEliminarHay mucho que leer, mucho que pensar. Como en el rascacielos de tu relato, cada lector puede elegir la planta en la que desee quedarse. Enhorabuena. Es un merecidísimo finalista.
Besos y abrazos.
Muchas gracias :)
EliminarEra un reto escribir un relato con la Aste Nagusia de fondo. El ambiente festivo no invitaba a un relato con un trasfondo tan oscuro pero es lo que me pedía el cuerpo. Ojalá el año que viene tengamos mejores motivos para escribir algo más alegre.
Yo elijo el ático para poder ver las estrellas.
Un beso