Eran unas ruinas peligrosas. A la luz de los focos de los
cascos veían cómo el polvo inmemorial, ahuyentado por sus pasos, volaba en pos
de un lugar mejor.
—¿Por qué este lugar, maestro?
—preguntó el acólito mientras ajustaba el sencillo cordón trenzado, símbolo de
su orden, a la cintura del traje protector.
—Hemos encontrado la localización de
una importante sede de poder. De ser cierto, podría haber un importante depósito
de ejemplares. —dijo William con la voz distorsionada por la escafandra.
Avanzaron por el pasillo según el
protocolo básico de seguridad. El edificio parecía estable, pero… Llegaron a
unas puertas dobles con impactos de bala.
—¿Qué significan esas letras,
maestro? —Adso señaló el cartel sobre la puerta. A William le fascinaba su
insaciable sed de conocimiento.
—No es una palabra, son siglas, las
iniciales de una congregación. —El anciano parecía satisfecho—. Es justo lo que
buscábamos. Hay que darse prisa, ya sabes lo que pasará si los agentes
gubernamentales nos descubren.
William utilizó la ganzúa térmica
para desbloquear la hoja de la derecha y la abrió casi con reverencia. Esperó
unos segundos a que el aire viciado abandonara la estancia. Los trajes
autónomos les protegían de cualquier veneno, más no de una explosión de gas. Cuando
estuvo seguro, tiró del cordón de Adso para colocarlo tras de él antes de
entrar en el recinto sellado. Por fortuna, William tenía claro cuál era el
camino a seguir en aquel laberinto. Descartó varias puertas cerradas más y se
dirigió directo a la sala que buscaba: una antigua biblioteca que, sin embargo,
no se había salvado de la barbarie y en la que cientos de volúmenes
ennegrecidos yacían perdidos para siempre. En un arrebato de intensa furia,
levantó con las manos nubes de ceniza en busca de algo que rescatar.
La diosa fue benévola con él.
—Mira, querido Adso —a pesar de la
estática, había intensa alegría en su voz—. Hay al menos dos docenas de tomos
en buen estado.
Llenos de regocijo, ambos se
pusieron de inmediato a catalogar títulos y autores en sus teclados de
antebrazo. Adso tardó unos minutos en comenzar las preguntas.
—¿Qué idioma es este, maestro?
—Español antiguo, Adso. Una de las
lenguas que más se utilizaban en todo el planeta y que dio a la historia de la
Literatura muchas de sus obras cumbre. —William adoptó un tono enojado—. Deberías
saberlo, muchacho. Cuando vuelvas a la abadía harás una lista con todos los
autores que encuentres en el registro.
Adso no protestó. La tarea no
constituía un castigo severo para el joven, que era feliz rodeado de aquellos
volúmenes ancestrales, del olor a papel y polvo, a cuero y a leyendas. Casi
habían terminado, pero William no dejaría pasar la ocasión. No se iría sin
registrar el despacho principal. Abrió todos los cajones a su paso por si
quedaba algo de provecho. De la decepción inicial de los primeros muebles pasó
a la excitación cuando uno de ellos se resistió. La descerrajó sin miramientos
y en su interior halló un libro solitario, sin palabras grabadas en su
cubierta. Sus páginas estaban repletas de extrañas inscripciones.
—Esa letra… —acertó a murmurar un
atónito Adso.
—Había oído hablar de ellos, pero no
pensé que llegaría a vivir para ver uno… —La mente de William trabajaba deprisa—.
Se trata de un manuscrito. Observa las columnas y las líneas irregulares. Esto
fue escrito a mano, Adso.
—¿Con qué propósito, maestro?
—Es difícil aventurarlo… Diría que esto
de aquí son iniciales de nombres propios y lo de las columnas números. —William
leyó aquel sinsentido—: R. Rato, M. Rajoy. Entradas, saldos… No tengo claro qué
significa, he de investigarlo a fondo, aunque lo mejor será que el Gran Maestre
no se entere todavía, ¿estás conmigo, Adso?
El joven asintió. Le idolatraba y
haría cualquier cosa que le pidiera. En justicia, William debía ofrecerle
alguna compensación y el mero levantamiento de «castigo» no le parecía suficiente,
merecía mucho más. En un momento de inspiración cogió uno de los libros que
habían recogido y se lo entregó con toda ceremonia.
—Maestro, ¿de qué sirve almacenar
libros si no podemos leerlos? —preguntó con el ejemplar apretado contra su
pecho mientras salían del edificio.
—Yo te enseñaré, Adso.
Adso cerró “Rebelión en la Granja”
con las palabras resonando aún en su cabeza: «Si la libertad significa algo,
será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír».
Ya era hora de que cambiaran algunas
cosas.
Excelente relato Pete, gracias por compartir esto... Besos y un abrazo.
ResponderEliminarMe hace feliz que te haya gustado, Linn. Besos transatlánticos :)
ResponderEliminarY yo que pensaba que era una nueva versión de "El nombre de la rosa", jejej, y de pronto aparece la política, menos mal que también se llevaron el de Orwell. Un relato estupendo, como siempre.
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